Lecturas de fin de semana: Caudillos, héroes y ángeles: una crónica renguera

PORTADA 34

Este texto fue escrito para el Picor de Rock, evento de lectura performática que coordina María José Bovi desde su espacio Marea Emocional. El mismo se realizó en Café Storni el 23 de mayo. Julián se presentó por primera vez en un escenario literario, realizando una lectura pública de esta crónica, su primer relato. Este viernes 19 de julio, en el FILT, a las 19h, Julián vuelve a escena con otro relato de rock para agitar al público.

Nombre y Apellido: Julián Marteau

Tucumán

El 5 de marzo de 2022, viajábamos con mi amigo el Flaco a Salta a ver La Renga, que tocaba esa noche en el autódromo de Güemes, una ciudad de la provincia vecina. Íbamos con una empresa tucumana que se dedica a organizar viajes a recitales, cosa que recomiendo porque la experiencia del recital arranca mucho más temprano y, además, te garantiza que volvés con, al menos, una anécdota nueva.

Íbamos equipados contra toda necesidad, o sea, llevábamos una caja de tres litros de vino Don Valentín Lacrado. En realidad, si bien a la vista es una caja, no es un vino en caja, sino vino en sachet que, por una cuestión práctica y supongo que estética, se presenta en ese tetra brik gigantesco del cual sale un piquito vertedor que uno aprieta para servirse. Una maravilla de la ingeniería al servicio del pueblo.

Habíamos llegado tarde al punto de encuentro y nos teníamos que sentar en los últimos dos asientos que quedaban libres, dos asientos en el piso de arriba, al fondo… digamos, territorio narcótico por excelencia.

El viaje iba bien. Clima amable, la ruta llena de colectivos rengueros, La Renga sonando al palo, anécdotas recitaleras por todos lados, Don Valentín fluyendo paciente, algunos muñecos no tan pacientes que ya de movida iban dados vuelta. Todo en su lugar.

Después de unas horitas rodando, nos sorprendemos con la baja de velocidad del colectivo. Iba frenando, frenando, frenando… hasta que se ha parado. Y ahí, cuando miramos por la ventana, nos encontramos con el peor de los retratos posibles: control de gendarmería.

La imágen era trágica. Diez colectivos estacionados uno a la par del otro en un espacio de media cuadra esperando la requisa. Al primero de los bondis que habían parado lo estaban desangrando: gendarme que entraba, gendarme que salía cargando algún escabio. Iban apilando el alcohol secuestrado y con todo lo que habían juntado, se podía poner tranquilamente una distribuidora. Y resalto: con alcohol de un solo colectivo.

Con el Flaco no teníamos mucho para perder: nuestra única carga secuestrable era la caja empezada de Don Valentín cuya pérdida podría ser un golpe espiritual, pero era materialmente pasable, en algún lugar íbamos a comprar un par de vinos y chau problema. Claro, otros compañeros de viaje no tenían la suerte de andar sin carga por la vida, sino que llevaban encima otros caramelos. Esos compadres y comadres estaban muy nerviosos y reaccionaban de distintas maneras: algunos iban y volvían por el pasillo, otros se puteaban, muchos aplicaban la famosa escondida en la zapatilla (riesgosa, porque en la requisa personal, la obligación de sacarse las tillas es casi una obviedad a esa altura), pero la mayoría iban silenciosos en sus asientos posiblemente ideando formas de eludir el inminente secuestro. En fin, nada muy destacable salvo por un personaje que se sentaba justo delante nuestro. Cuarentón, de contextura polenta, de esos que te llegan a apurar y la única alternativa razonable es apelar a correr más rápido que él, y verborrágico, ágil para el insulto (ya lo habíamos escuchado disparar chistes a otros viajantes), de lengua filosa aunque, estábamos por darnos cuenta, repetitiva. “Rati puto, digan dónde es el asao esta noche. Si se la quedan ustedes. Esa va para la casa del comisario. Si eso es para el 15 de tu hija, ortiva”. “Rati puto, digan dónde es el asao esta noche. Si se la quedan ustedes. Esa va para la casa del comisario. Si eso es para el 15 de tu hija, ortiva”, así, veinte minutos ininterrumpidos, sin exagerar.

Mientras el ensañamiento iba contra un segundo colectivo, el nuestro se empiezó a mover de repente. Salíamos a la ruta, éramos libres, nos íbamos a Salta y Don Valentín viajaba firme con nosotros. El bondi era una fiesta total, la gente saltaba y sacudía los asientos, abrazos y gritos de celebración acompañados de muchos golpes en el techo, euforia. Grandísimo momento de éxtasis… por diez segundos. Una putada de la vida, no volvíamos a la ruta. El bondi estaba maniobrando para reacomodarse y, ahora sí, darle lugar a la requisa. Los “EEEEEEH” se han convertido en “NOOOOO” sin pausa para tomar aire. Desolación, se vivía un apocalípsis de esos que las películas reservan para la aparición de sus héroes y los credos para la de sus mesías. Teníamos la esperanza de que entre los asientos se erigiera el nuestro.

Y así, cuando todos estábamos derrotados, inmovilizados en nuestros lugares, una cabeza canosa se ha alzado desde el medio del colectivo. Era una persona a la que veía por primera vez en la gira. No había intervenido en las conversaciones ni había hecho ninguna gracia en particular que haya llamado la atención.

Se ha levantado desde su asiento, en el medio del colectivo, caminó hasta el fondo, miró hacia ambos lados del pasillo, y analizando la estrategia por unos segundos (quizás confirmando lo que su mente de estratego ya había elaborado) y ha dictado una orden con voz fuerte, clara y precisa: “todos cierren sus cortinas”. La desobediencia y el cuestionamiento no eran opción en ese momento, era la voz de un general hablándole a un ejército que se preparaba para la batalla. En menos de un minuto, todas las cortinas estaban cerradas ynuestro bondi se había convertido en trinchera. La verdad que nadie entendía nada. ¿Cuáles eran los planes de nuestro Mesías? ¿Qué había visto? O, mejor dicho, ¿qué era lo que no querían que se vea desde afuera? La expectativa y la incertidumbre estaban por romperse y la genialidad a punto de acontecer.

No sé si se han fijado alguna vez que en los colectivos, al fondo del pasillo, en el piso de arriba, hay una caja donde está la batería. Es una caja plástica que tiene una perillita para trabar y destrabar la puerta. En completo silencio, no solamente suyo, sino de todos los expectantes pasajeros, el misterioso pasajero abrió la perillita, sacó la tapa y miró el interior. Desde mi lugar privilegiado, podía observar que había espacio adentro. Todavía en silencio, volvió a cerrar la caja y con la perilla trabó la puerta, corroborando que así como abría, cerraba. Cuando el giro de su ágil muñeca se completó y el mecanismo estaba efectivamente trabado, se ha dado vuelta hacia el pasillo y, con sonrisa triunfadora y gritó: “pasen todo lo que tengan muchachos”.

Ni UNICEF puede armar cadenas humanas como la que se ha visto ese día para pasar alcoholes y sustancias varias. Una eficiencia impresionante para trasladar desde todas las latitudes del colectivo los productos, que iban llegando a las manos del Salvador —para esa altura, ya bautizado y conocido por todos como “El Comandante”—, quien iba acomodando todo como si fuera un campeón mundial de Tetris. Le mandamos nuestro vino, al cual lo ha acomodado contra una de las paredes laterales de la caja fuerte junto con todo el resto del alcohol. Otro lugar diferente se había destinado a las bolsitas blancas, las iba apilando en el frente de la caja. Un poco más de Tetris y un paredón blanco cubría el escondite.

Ya con la maniobra terminada, Gendarmería nos hizo bajar del bondi para requisarnos uno por uno y para dar lugar a la subida de los efectivos a cumplir con la búsqueda de lo que sospechaban que podían secuestrar. Nos revisaron las mochilas, nos palparon el cuerpo y nos hicieron sacar las zapatillas. Cuando se bajó la última persona del colectivo, subieron dos gendarmes y nosotros nos quedamos ahí, entre los yuyales, haciendo tiempo. La espera fue y se respiraba un aire de bastante cagazo por la preocupación de algunos por la integridad de sus cargas y la de algún hambriao porque la tardanza iba a postergar los choris del mediodía.

Cuando nos dieron la autorización para que volvamos a subir al colectivo, éramos una caravana silenciosa que abordaba el micro con nerviosismo por el hecho de no saber con qué nos íbamos a encontrar al momento de abrir el cofre. Cada uno fue sentándose en su lugar y, por supuesto, a nadie se le ocurría siquiera asomarse a nuestro bunker de vicios: estaba más que claro que una sola persona podía hacer ese trabajo. El Comandante subió último y caminó despacio por el pasillo mientras el colectivo entraba otra vez en ruta. Llegado al fondo, abrió el baúl, observó y se dió la vuelta con una sonrisa mucho más triunfadora que la que habíamos visto unos ratos antes y gritó: “está todo, muchachos”. Nuevamente, una cadena empezó a distribuir a cada quien lo suyo con impecable transparencia, nadie se ha quejado en ningún momento de que le haya llegado algo que no le correspondía o de la falta de alguna pertenencia. El festejo ahora sí era duradero y total, aplausos y cantos a toda garganta inundaron el reanudado viaje hacia rutas salteñas.

A la siesta llegamos al camping de Güemes donde hacíamos la previa y ahí también el ambiente era una fiesta: banderas, canciones, mucha más anécdota, apodos aflorando en todos los grupos, choripanes…

Pero en medio de los festejos, siempre hay lugar para la rebelión: ya metiéndose el sol, alguien preguntó cómo íbamos a ir hasta el autódromo. Eran sus buenos kilómetros y, supuestamente, estaba la posibilidad de que nos llevaran los mismos colectivos, pero nada confirmado. La respuesta la dió un grandote ruidoso con todo el cuerpo tatuado con las portadas de los álbumes de La Renga, que escuchó la pregunta a lo lejos y se acercó corriendo, desesperado, con movimientos torpes: “¡Vamos a hacer que nos lleven en los colectivos! Acá no camina nadie, en una hora todos subidos a los colectivos. ¡Esto es una anarquía! ¡Anarquía total!”. El grito rebelde se escucha en todo el valle salteño, indicando el nacimiento de un nuevo caudillo ocasional, el ahora rebautizado: Anarquía Total.

Después tan apasionada proclama, no había duda de que el único medio de transporte posible eran los bondis y, después de la larga previa, nos subimos a los colectivos ya bastante golpeaditos en dirección al banquete. Con el Flaco íbamos en nuestro asiento de siempre, preparándonos, que era —básicamente— tomar los últimos tragos de vino y ponernos los lentes de contacto. En realidad, ese día, solo yo podía usar lentes de contacto, al Flaco se los habían prohibido porque sus seis grados de miopía (a los cuales les debe su apodo paralelo: el Chikato) iban a ser eliminados en unos días con operación láser con lo cual, tenía que ir al recital con anteojos. El colectivo nos dejó en un punto en el cual podía estacionar y, desde ahí, empezamos a garrear hacia la entrada del autódromo. Acá tengo que hacer una aclaración, y es que el bondi te suele dejar en cualquier lugar, pero no significa que se vaya a quedar ahí, sino que, en general, se van a la loma del orto, donde pueden estacionar tranquilos y sin riesgo de que los choreen. Después te mandan la ubicación para que uno sepa después a dónde tiene que ir. En lo que íbamos llegando al autódromo, llegó la ubicación del colectivo y, efectivamente, en la loma del orto.

A eso de las 21:30 sale a tocar La Renga y, si bien ya no nos daba tanto el cuerpo como para estar pogueando todos los temas como lo hacíamos en la juventud, La Renga ameritaba que dejemos todo en la batalla contra la hernia de disco para poder disfrutarlo de esa manera, cerquita de la valla.

Para 2022 yo ya tenía más de diez años de recitales encima y me jactaba de algo que, con los años, se iba haciendo cada vez más difícil de sostener: nunca me habían choreado nada en ningún recital.

Las técnicas para eludir los hurtos recitaleros son muchas y muy variadas:

Primero está la escuela genética: si medís más de 1.85, estás a salvo de robos y, si además de alto, sos pelado, creás una zona segura de dos metros alrededor tuyo; después está la vieja escuela del ascetismo que consiste en no lleva el celular ni billetera; esta la usan los valientes y los que no les interesa mucho ni cómo ir ni cómo volver porque saben que el destino los va a poner en su lugar o algún otro; la tercera es la escuela que siempre he pensado que era la de los viejos, los amargos y los pelotudos: ir atrás, no meterse mucho en el quilombo, estar en una zona segura de exigencias físicas y donde nadie te va a poder bolsiquear sin que te des cuenta, salvo que seas muy pelotudo. Hoy por hoy la rebautizo con un adjetivo más amable, es “la escuela de los adultos”, a la que no me resigno del todo, pero sé que de acá a unos años va a ser mi lugar; está la técnica del bolsillo: se basa en meter las manos en los bolsillos para cuidar las cosas y las dejan fijas parece que les han echao Poxirran; mi escuela ha sido históricamente la de la riñonera, y dentro de esa escuela, soy de la variable púbica: la riñonera va metida por debajo del pantalón; por algún motivo que realmente no me acuerdo, he mudado de escuela y en los últimos años he empezado a ir de mochila, mochila para adelante como cangurito. Y de acá que yo viajaba no solo con el Flaco, sino con mi amor de ese momento: mi mochila nueva, que debutaba en recitales esa noche.

Volviendo al recital, el arranque era a pura potencia y estábamos en medio del quilombo. No habían pasado más de cinco o seis canciones que toqué la mochila para asegurarme de que estuviera todo bien… y no estaba todo bien. Sentí al tacto unos hilos sueltos, cosa que no podía ser porque mi mochila era perfecta, no tenía costuras pedorras ni mucho menos hilos sueltos. Hice un poco más de contacto y me di con la peor noticia: me habían acuchillado la mochila haciéndole un tajo enorme a lo ancho y, por supuesto, ni rastros del celular. Por una cuestión protocolar y para no rendirme tan rápido, he buscado en el piso, pero sabía que estaba todo perdido.

Como si el universo hubiera armado una coreografía para hacernos sentir unos pelotudos miserables, lo ví al flaco en medio de la gente, también buscando algo en el piso… no podía ser real. En una conversación de gritos monosílabos nos contamos nuestras derrotas, la de mi mochila querida acuchillada y mi teléfono en manos de un malviviente y a él, de un codazo, le habían hecho volar los anteojos dejándolo a merced de su chicatez.

Terminó el recital y empezó la verdadera odisea: llegar al colectivo. No había mucho riesgo hasta que el flaco me tiró una frase lapidaria: “estoy con batería baja”. Buenísimo. La ecuación quedaba así: un ciego, un incomunicado y 3% de batería en una ciudad desconocida, con la obligación de encontrar un bondi estacionado en la loma del ojete que nos llevaba de vuelta a la casa.

Para hacerle frente a la escasez de batería, veíamos la ubicación, memorizábamos un par de instrucciones y guardábamos el teléfono. “Caminar siete cuadras derecho, en la avenida doblar a la izquierda y meter tres cuadras por ahí”. Así, limitábamos el uso del celular hasta que la memoria o la duda nos traicionaban. Progresivamente, el paisaje se hacía menos céntrico y la cantidad de gente a nuestro alrededor iba bajando hasta que nos quedamos solos. Siguiendo a rajatabla las indicaciones del Google Maps, y ya alejados de lo urbano, empezamos a subir el camino de tierra de una colina, suponíamos que ya del otro lado íbamos a ver el colectivo o algo. Además, me preocupaba la ceguera del flaco en la semiruralidad de la noche salteña: cada paso era una posibilidad de que se cayera al mismísimo choto. La sorpresa ha sido tremenda cuando llegamos al punto más y en el horizonte: una villa… cada vez más prometedora la situación. Y ya estábamos jugados, había que cruzarla obedeciendo al conchudo Maps.

Por si no era ya precarísima nuestra situación, el recital, las pérdidas y la caminata nos habían secado las tripas y portábamos una sed camerunesa. Ya sin nada que perder, nos hemos parado a golpear las manos en una casa con música para pedirles aunque sea agua del caño. Un ángel de la guarda respondió al llamado. De la casa salió una señora amable, tierna… Le contamos nuestra situación y tras un momento, regresó con una Sprite de tres litros congelada. No sé si era la deshidratación que teníamos, la destrucción anímica que arrestrábamos, pero es hasta el día de hoy y por lejos la mejor Sprite que he tomado en mi vida. Nos ha salvado la vida, era un oasis de placer en medio del desierto de derrota en el que estábamos. Con la energía renovada, le metimos no sé cuánto tiempo más de caminata y pudimos llegar al colectivo. Habíamos logrado el objetivo.

Bueno, un tiempo después, ya sacando conclusiones, entiendo que las pérdidas materiales se arreglan. He podido cuotear un teléfono medio pedorro que hasta el día de hoy me acompaña y llevar la mochila a un zapatero, un cirujano del cuero que ha hecho un trabajo espectacular para recuperármela y hoy transita la vida sin secuelas de la profanación sufrida.

Pero si hay un dolor que hasta el día de hoy me acompaña. Yo soy tucumano, orgulloso de ser tucumano. Y sentir que la primera vez que me afanan lo hace un salteño, me da tanta vergüenza que yo intento convencerme e intento convencer a lacgente de que el que me ha choriado no era un opa de ahí, sino alguien de algún origen digno de cometer delitos contra la propiedad, pero no un salteño. Nunca lo voy a saber, pero elijo creer y espero que ustedes también lo crean.

La Renga me ha dado pasión por la música, me ha dado emociones, viajes, momentos compartidos con amigos, anécdotas y, por eso, aunque cueste un teléfono, una acuchillada, andar perdido en villas salteñas y rogar por la aparición de un ángel con Sprite, elijo siempre la experiencia de ir a verlos, la experiencia de la música en vivo y los caudillos, héroes y ángeles que las rutas nos regalan.

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