Bruno Bazán

Diciembre, entre el calor y la pólvora 

Tucumán

Diciembre es eterno en nuestra provincia. Los días de calor se extienden y transforman las jornadas: A veces son las 12 de la noche y podemos ver a niños jugando en la calle, a familias viviendo en las veredas y a personas trabajando como si fuera de día. El calor sostenido se vuelve insoportable y, aunque ya lo conocemos, nos sorprende cada día.

Diciembre también es Navidad, y esta fiesta siempre me recuerda al aroma de la pólvora. Muchos crecimos jugando con “los cuetes”, incluso antes de aprender a escribir la palabra como corresponde: cohetes, o su versión elegante,  “fuegos artificiales”. Me costó un par de años dejar de decir “juegos artificiales”, porque estaba muy incorporado lo lúdico en ese concepto.

El ruido, las luces de colores y  la posibilidad de desarmar una batería o una caja de raspa fósforos para hacer “una foto”, eran pasatiempos increíbles. Escribíamos nuestras iniciales en las paredes con la punta de las estrellitas. Encender una virulana atada a una cuerda y hacer rondas para saltar sobre ella fue quizás una de las prácticas  más extremas y colectivas del barrio. Todo lo relacionado con la pólvora y sus efectos  estuvo presente en la infancia, además del calor.

Desde hace años, diciembre también es sinónimo de amenazas de saqueos, de llanto y desesperación, de incertidumbre ante la imposibilidad de festejo. Creo que nunca se irá ese recuerdo sobre los saqueos de 2001. Había una distancia entre las protestas que pasaban en la tele en Buenos Aires  y lo que vivíamos  en los barrios tucumanos. Son temas muy relacionados, pero en escenarios distintos.  

Los saqueos fueron uno de esos episodios que parecen de serie postapocalíptica. Mi familia sobrevivió los 90 gracias a una despensa que estuvo a punto de ser saqueada en el 2001; las noches del 19 y 20 de diciembre fueron en vela, y  quedaron inscriptas  en la memoria, aun en aquellos que odian recordar las cosas que pasaron. 

A pesar de los saqueos, aquel 24 a la noche cenamos y celebramos. Lo hicimos todos. Algunos con un extra que pudieron obtener en los saqueos. No recuerdo detalles de esa Navidad, pero sí el calor y los festejos. Tenemos algo inscripto en el ADN cultural que nos obliga a superar todo lo que sea necesario para poder celebrar las fiestas. En familia, biológica o elegida, con amigos o con perfectos desconocidos, en la situación que sea y bajo cualquier arbitrariedad: celebrar, agradecer, abrazarnos, comer hasta no poder más y beber todo lo que alcance.

Los fuegos artificiales tuvieron en estos años un recorrido muy similar al de los asuntos más importantes del país. En los años de crisis económica había menos, abundaban los más baratos y eran solo las familias pudientes las que  ostentaban flores de luces en el cielo. Luego vinieron años donde la plata circulaba un poco más en los barrios y la clase trabajadora pudo, por primera vez, “invertir” miles de pesos en esos minutos de gloria y distinción. Cuando la plata circula en el barrio, las calles son más felices: todos venden y compran algo, y esa felicidad de la mesa compartida se percibe en los ojos.

Aun con mayor presupuesto, los “cuetes” de ruido no dejaron de existir, ni tampoco las imprudencias y los accidentes. Esos juegos son prácticamente territorio de disputa de la masculinidad, calle a calle, cuete a cuete: niños, adolescentes y adultos se pelean por ver quién puede generar y soportar el ruido más estruendoso de todos. Es otra de las típicas batallas de la masculinidad contra el miedo.

El mensaje de protección a las personas autistas y a los animales creció durante los años en los que los  derechos humanos en general estaban más presentes. Aunque no llegaron a cancelar los cohetes en los barrios, sí se hicieron un tema de conversación. 

Pasé las fiestas lejos de mi familia varios años, un par en la capital del país y otros en las montañas. En cada territorio el mensaje de “No a los cohetes” tuvo distinto impacto. En algunos casi no se escuchó ni se vio nada; en otros continuó la rutina de tirar durante 30 minutos la casa por la ventana.

Me pregunto cómo serán estas fiestas. No tengo miedo al saqueo este año, pero sí siento la deshumanización en el aire. Veo que hay compra y venta, pero con mucho cuidado: nadie tiene dinero de sobra, los gustos caros ni se mencionan. Pero estoy seguro que millones de niños serán felices con algún regalo, que otras miles de personas se enojarán durante la cena y muchos beberán más de la cuenta. 

Llenar la mesa de comida este año es difícil, abundan las recetas de bajo presupuesto y las salidas creativas para resolver la falta. Aunque es difícil resolver cuando la falta es total.

A pesar de esta profunda crisis, hay algo esperanzador en nuestro sentir tucumano y popular, que por momentos me parece una locura, y es esa tendencia a festejar a como dé lugar, con lo que sea y como estemos.

Durante años escuché a analistas políticos intentar explicar la “no reacción” del pueblo ante ciertos escenarios de crisis. Y si bien no tengo respuestas, sí conozco de cerca la pobreza: la viví desde que tengo memoria. Creo que hay algo increíblemente potente y revolucionario en juntarnos, celebrar e intentar ser felices.

Celebrar entre pólvora, crisis y calor será un bálsamo en estos días de ajuste, violencia y horror. Es la prueba fáctica de que no hay gobierno ni corriente fascista que pueda anular la alegría del pueblo, que desborda, a veces asfixia y, sobre todo, aturde a quienes no son, no saben o no quieren al pueblo.

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