Los movimientos populares propusieron la semana pasada una prórroga de la Emergencia Social y Alimentaria en la que se contempla que los ministerios puedan proceder, con urgencia, a asignar los fondos suficientes para actualizar el presupuesto de todos los programas alimentarios. ¿Por qué es urgente hablar de esto y qué debates se abren?
Por Rocío Rivero y Laura Fischerman para Notas
En los últimos días el hashtag #EmergenciaAlimentaria se ha convertido en trending topic para algunos sectores de la sociedad y medios de comunicación. La realidad es que este término, que acuñaron los movimientos sociales para sus denuncias, tiene unos cuantos años y más de siete proyectos de ley. Los mismos fueron presentados por la oposición y están cajoneados por algún lugar en el Congreso.
La declaración del proyecto de Ley de Prórroga de la Emergencia Social supone que el Estado se haga cargo de garantizar el alimento para las y los menores de 16 años, a partir del aumento de las partidas presupuestarias para merenderos y comedores escolares.
La frase “con hambre no se puede pensar” de la banda uruguaya No te va a gustar, tiene menos de posverdad de lo que nos gustaría. Hace tiempo que está bien descrito que dietas pobres en nutrientes durante los primeros meses de gestación, y hasta los primeros años de vida, generan un deterioro en las condiciones de desarrollo cognitivas, físicas y emocionales en niños y niñas. En otras palabras, se les está condenando a ser personas adultas con problemas de obesidad, desnutrición e incremento de enfermedades crónicas, entre otras.
En la ciudad de Buenos Aires habitan alrededor de 472.511 niños y niñas de entre 0 y 14 años. Más de 200 mil concurren a comedores escolares, lo que, en muchos casos, representa su única ingesta de comida durante el día.
Sin embargo, desde el 2015 los gremios docentes y las familias organizadas en torno a las escuelas vienen denunciando que las raciones alimentarias se fueron reduciendo. No solo disminuyeron en número de porciones distribuidas, sino que la calidad de las mismas también fue afectada desde la implementación del programa “dieta saludable”. Esta situación se agrava considerando que actualmente existe un 51% de pobreza infantil y el 13% de niños, niñas y adolescentes han expresado “pasar hambre” en el último año, según el último informe de la Universidad Católica Argentina (UCA).
En este contexto, el Proyecto de Ley de Emergencia Social y Alimentaria no es un mera consigna vacía de campaña o un reclamo de los sectores populares para desestabilizar. Se trata de una realidad en la que un enorme sector de la población se encuentra necesariamente movilizado para exigir al gobierno las condiciones para la supervivencia frente al aumento de la crisis económica. Para hacerlo, indefectiblemente hay que discutir cómo se da el acceso a los alimentos y de qué forma se producen y comercializan.
Es entonces cuando surge la pregunta de por qué, dentro de ámbitos progresistas del activismo político, se produce tal nivel de alarma y crítica en voz alta a Juan Grabois cuando habla de la famosa reforma agraria. ¿Es acaso una locura buscar garantizar la producción de nuestros propios alimentos para abastecer a los sectores más vulnerables? ¿Es la seguridad alimentaria una búsqueda infundada?
No es de extrañar que los sectores más beneficiados de la concentración de la tierra y la riqueza rechacen de lleno la discusión ante un avance exitoso del capital a nivel global durante los últimos cuarenta años. Pero es válido y necesario plantear un modelo sustentable y justo para quienes buscan un horizonte en la definitiva derrota de un mundo neoliberal y extractivista. ¿Cómo se hace para marcar agenda en el armado de una amplia coalición de gobierno que busca gobernabilidad a partir de acordar con los mercados? ¿Es “piantavotos” desafiar un sistema de producción que pone al borde de la inanición a quienes terminan haciéndolo funcionar con su fuerza de trabajo?
El último incendio del Amazonas dejó un mensaje claro: este modelo de producción agrícola-ganadero no solo no garantiza alimentos en cantidad y calidad necesaria para los sectores populares, sino que envenena nuestra tierra, afecta la biodiversidad del planeta y destruye sanitaria y socialmente a las comunidades locales.
Podrían formularse múltiples preguntas, no sólo al dirigente de la CTEP al que se apuntó por sus declaraciones, sino también a aquellos otros que hablan de futuro y entrar en sintonía con el mundo. Pero también debe interrogarse a organizaciones y personas con una perspectiva emancipadora de qué forma se puede hacer para que nuestro país sea un territorio donde pensar la agroecología.
¿Existe un modelo de producción que nos permita una transición hacia forma más sustentables de producción y comercialización de alimentos respetando los ciclos naturales y reduciendo nuestro impacto sobre él? ¿Estamos en el momento para plantearnos esto?
Las preguntas que aquí se postulan como posibles no están lanzadas sin aventurar una respuesta afirmativa. Y en esta interrogación retórica que permite imaginar transformaciones esenciales, probablemente la juventud y el feminismo tengan mucho para enseñar. Dependerá de cuánto queramos seguir “currando” con este tema y cuánto eco pueda generar la voz de estos movimientos, que hoy son los únicos capaces de cuestionar las propias bases sobre las que se construye la economía y las relaciones sociales de producción.
Sin duda, los esfuerzos para contribuir a un proyecto contrahegemónico deben centrarse en la construcción con y dentro de estos espacios que han logrado lo que las estructuras partidarias tradicionales y las formas de discurso con largo arraigo en la política no han podido instalar. Así como los movimientos sociales han generado su propia lógica organizativa y productiva a partir de la exclusión y el desperdicio, también generaron las experiencias más recientes de desafío a los mecanismos empresariales imperialistas y concentradores de la riqueza a escala global.