Transterradas: resignificar el destierro infantil

Este martes 22 de octubre a las 19 horas, Carolina Meloni presentará el libro “Transterradas: El exilio infantil y juvenil como lugar de memoria”, donde junto a Carola Saiegh Dorín y Marisa González de Oleaga elaboran un archivo textual y audiovisual que intenta resignificar esa experiencia traumática del destierro infantil. El libro reúne relatos de tres argentinas que transitaron su infancia y adolescencia en España en los 70.

La Presentación será en la Cátedra de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), ubicada en 25 de Mayo 474.

Desde La Nota compartimos un fragmento que forma parte del libro.

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Del archivo de la autora
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Sauf le nom…

De Carolina Meloni González

Su niñez estaba poblada de nombres, su propio cuerpo era como un salón vacío lleno de ecos sonoros, nombres derrotados. No era un ser, una persona. Era una comunidad.

William Faulkner


La expresión francesa sauf le nom conlleva una serie de significados y usos distintos recogidos, en parte, en la obra homónima del filósofo Jacques Derrida. Este complejo y poco estudiado texto derridiano forma parte de una trilogía célebre escrita entre finales de los ochenta y comienzos de los años noventa. Junto con Passions y Khôra, aunque con temáticas distintas, suponen en cierto modo el punto de inflexión o tránsito que algunos críticos señalan entre un primer Derrida, todavía inserto en los juegos postestructuralistas, y el último, más ético-político y austero. La obra que aquí me interesa, concretamente, tiene como eje central la cuestión del nombre. Se trata, en definitiva, de un “ensayo sobre el nombre”, escrito en forma de diálogo y bajo tres ficciones filosóficas, a la antigua usanza casi, rememorando ciertos diálogos clásicos de la historia de la filosofía. No es, sin embargo, el único texto derridiano en el que “la cuestión del nombre” se hace presente.

¿Qué es, en definitiva, un nombre? ¿Cómo y por quénombramos? ¿Qué nombra el nombre? ¿Qué sucede cuando damos nombre, cuando se nos da un nombre? Mi contrato nominal, por ejemplo, comienza con una fotografía de pasaporte en blanco y negro de una niña con cara asustada, bajo un nombre que, años después, sería modificado. ¿Y qué sucede cuando incluso se carece de nombre? Muchas de estas preguntas atraviesan los textos del argelino, incluso en aquellos en los que la cuestión del nombre propio no forma parte de la temática central de la obra. Quizá porque la dictadura y el exilio, además de haber supuesto otras incertidumbres, perturbaron también mi nombre, he vuelto en numerosas ocasiones a estos enigmáticos textos deconstructivos.

Nada más seguro y certero que el nombre propio; signo de identidad, de unidad y, en definitiva, de entidad. “El nombre propio —afirma G. Bennington— debería asegurar cierto pasaje entre lengua y mundo y, en esa medida, debería indicar un individuo concreto, sin ambigüedad, sin tener necesidad de pasar por los circuitos de la significación”. Toda nuestra identidad se concentra y bascula en la cuestión del nombre propio. Nada más propio que el nombre. Nada más nuestro e indubitable. Fui nombrada, luego existo… ¿Acaso podríamos cuestionar la potencia onto-identitaria del nombre? ¿Acaso podría, el nombre, nuestro nombre, desnombrarnos, desapropiarnos, expropiarnos? ¿Y si el nombre puesto, impuesto y no elegido, se transformara en una experiencia de la “desapropiación”, de la desterritorialización? En definitiva, damos por hecho que “salvo el nombre” todo es incierto. El mundo entero podría desmoronarse, pero seguiríamos siendo reconocibles al otro, identificables social, política y administrativamente, nombrables, archivables en un DNI, hasta localizables en nuestra última morada. Incluso, nuestra tumba nos reinscribirá, casi performativamente, en el circuito de las vidas llorables, cuando se grabe en ella nuestro nombre. He aquí mi nombre: deícticamente, me interpelo y me erijo en un yo concreto, sustancial e identitario. ¿Salvo cuando me lo cambian?

Sauf le nom indica, en toda su potencialidad, una expresión de excepcionalidad absoluta: sauf, esto es, salvo, menos, excepto: todo menos el nombre, podríamos decir. Y, al mismo tiempo, sauf-sauve en tanto que adjetivo supone la salvación: salvo el nombre, salvados, acogidos, protegidos por un nombre concreto que de una manera casi teológica nos brinda un estado de refugio y resguardo. El nombre propio, afirmaba en este sentido Derrida, actúa como un verdadero “arte del paraguas”.

Mi experiencia como sujeto transterrado se inicia, sin embargo, como una experiencia del exilio del nombre. Cómo se llega a ser lo que se es, se preguntaba Nietzsche en su más autobiográfica obra, Ecce Homo, en la que, precisamente, pone en juego su nombre, su vida, para dar testimonio de sí mismo. Cómo nos transformamos en lo que somos. Y, ¿qué es lo que somos, en definitiva? Aún conservo ese primer pasaporte en blanco y negro y cara asustada con el que tuve que salir de una Argentina dictatorial, en cuyo anverso, al lado de un nombre distinto a mi nombre actual, pone casi de forma irónica: “No firma aún”. La marca indeleble de mi identidad política ni siquiera podía hacerse visible en este documento que iba a permitirme salir hacia el exilio. Así comenzaría a ser la que soy. Poco he cambiado desde entonces. Salvo el nombre, modificado por mi padre cuando fue puesto en libertad en los inicios de la democracia. Cómo se llega a ser lo que se es, cuando ni siquiera tenemos un mismo nombre a lo largo de nuestra existencia.

Quizás podría decir que nuestro exilio comienza el día en que mi madre recupera la libertad, tras cinco años y medio de cautiverio por su militancia. Ese día, mi abuela y yo la esperábamos impacientemente en un pequeño bar situado enfrente de la cárcel de Villa Devoto, en Buenos Aires. Desde el interior, recuerdo que el único paisaje urbano que mis ansiosos ojos infantiles alcanzaban a divisar era el muro infinito y amenazador del penal, que me resultaba bastante familiar.

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Bar frente a la cárcel de Devoto – Del archivo personal de la autora

Los primeros años de mi vida, sin contar con el año y medio que permanecí con mi madre en cautiverio en distintas cárceles de la provincia de Tucumán, transcurrieron en trenes de segunda clase en los que mis abuelos y yo recorríamos media Argentina para visitar a mis padres, presos en diferentes cárceles de Buenos Aires. Estos viajes interminables, desde el interior del país, fueron mis primeras experiencias del destierro, de la desterritorialización más desoladora. En los vagones del famoso tren Estrella del Norte, que conectaba la Argentina profunda con la capital, comíamos, dormíamos, escuchábamos la radio, compartíamos relatos con otras familias de presos políticos que iban sumándose en las distintas provincias, ciudades, y pueblos que atravesábamos (estaciones como La Banda, Colonia Dora, Rosario Norte, etc.). Éramos también requisados y controlados por la policía y el ejército que subía prepotente con sus perros y ametralladoras en diferentes puestos fronterizos interprovinciales.
El 18 de julio de 1980, mientras esperaba a que mi madre saliera de la cárcel en aquel barcito junto a mi abuela, no era aún consciente de que esos oscuros años de visitas, esperas, viajes y pensiones baratas, requisas y canciones de cuna cantadas tras un cristal tocaban a su fin. Entre juegos y escondidas, conseguí salir del bar y esperar en la vereda. Cuando de repente, la vi. A lo lejos, caminando sola, casi pegada al frío y gris muro infinito. Tan bella, joven como inocente, con su abrigo de pana marrón y con ese aire desorientado de aquel que ha vivido el paréntesis del cautiverio y que debe volver a ingresar en un mundo distinto, un mundo que ha seguido cambiando sin su presencia. Corrí hacia ella para abrazarla y ella me esperó con sus brazos abiertos. El reencuentro con mi madre, ya fuera de la cárcel de Villa Devoto, inicia mi infancia transterrada.

Salimos de la Argentina un 27 de enero de 1981, mi madre y yo. Mi abuelo Juan nos esperaba en Madrid. Los días previos al viaje los pasamos en una pobre barriada de la provincia de Buenos Aires. Una familia de Santiago del Estero, con la que mi abuela había trabado amistad tras las incontables visitas a los hijos encarcelados, nos dejó una casita en Wilde, pequeña ciudad situada al sudeste de Buenos Aires. Allí estuvimos los últimos días, mi madre, mi abuela y la nonna Matilde, vecina y madre de desaparecido también que acompañaba a mi abuela en sus eternas e infatigables peregrinaciones en busca de sus hijos, secuestrados ambos durante el Operativo Independencia en Tucumán.

El día de nuestra partida, la nonna, esta entrañable mujer, enorme, gorda y maternal, se empeñó en llevar consigo el bolso con toda nuestra documentación. Quizá por miedo a ser interceptados por la policía, le cedimos nuestros billetes, pasaportes y visados a esta anciana con rostro de bondad. Emprendimos el viaje al aeropuerto de Ezeiza, un día de lluvia insondable, por calles sin asfaltar, cubiertas de barro y lodo, cargando maletas y sorteando los charcos y pequeñas riadas. En medio de esta aparatosa travesía, vimos en un segundo caer a la nonna, con su cuerpo enorme y cansado, en una pequeña zanja por la que corrían barro, basuras de todo tipo y aguas estancadas. Mi madre y yo vimos flotar en esas podredumbres nuestros pasaportes y billetes, al tiempo que no parábamos de gritar y gesticular de forma alocada. Tengo grabada la escena en mi memoria, escena tragicómica y absurda, que aún nos hace soltar carcajadas.

Después de rescatar los restos del naufragio y de conseguir sacar a la nonna de la zanja, seguimos nuestro camino al aeropuerto, como parias, desamparadas y mojadas, asustadas y desposeídas. Como si el barro y la tierra en la Argentina se hubieran abierto de par en par para intentar engullirnos y no permitirnos salir.

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Foto Hernando Gómez

La escritora chicana y lesbiana Gloria Anzaldúa definió la frontera de 3.140 kilometros que separa los Estados Unidos de México como una “herida abierta”, herida que va a atravesar el cuerpo de la mujer del Tercer Mundo, localizada y situada en ese espacio fronterizo de colonización y violencia. La Argentina que dejábamos mi madre y yo, a comienzos de los años 80, se perfilaba tras nosotras también como una gran herida abierta en la que el dolor, el miedo y la muerte se habían hecho cotidianos. Allí se quedaban mis abuelos; mi padre, preso aún en la cárcel de Caseros; ahí quedaba mi pobre tío Hernán, desaparecido con solo veinte años y arrojado ya por esas fechas en el Pozo de Vargas, fosa clandestina en la que sería encontrado casi cuatro décadas más tarde. Dejamos una Argentina herida, golpeada y torturada. Nos fuimos, de ese paisaje desolador, de cárceles y pasillos atestados de familiares, de centros clandestinos de detención que comenzaban a ocultarse, de fosas anónimas que los verdugos intentaban ya esconder. Dejamos atrás escuelas, campos y plazas, calles de ciudades de provincias, cañaverales e ingenios, casas allanadas y abandonadas, escenarios siniestros de la muerte, el horror y el sufrimiento. Nos fuimos, mi madre y yo, cogidas de la mano, en un avión, conmovedoramente solas, huyendo del genocidio y del terror político.

Si bien nuestra interpretación político-filosófica del exilio viene marcada por la tradición griega, para la cual la idea del ostracismo era entendida como un castigo sobrevenido al ciudadano que, en cierto modo, había traicionado la vida en común de la polis, convendría quizá rescatar otras concepciones de este fenómeno desde una perspectiva diferente. Así, por ejemplo, en su texto Política del exilio, Giorgio Agamben analiza la contribución al léxico jurídico-político que introduce el neoplatónico Plotino quien utiliza el término phygé para referirse al exilio. Si bien, Plotino se refiere con este término a una condición cuasimístico-filosófica del alma, inicia, en cierto modo, la distinción entre huida y exilio, entendido este último no tanto como una pena acaecida a un ciudadano, sino como un derecho político. Se trataría de una suerte de refugio que se le ofrece a alguien que ha sido condenado a la pena capital, el cual tiene derecho a abandonar la ciudadanía, escapando así de la muerte. Hay, nos recuerda Agamben, cierta politización del exilio como condición del apátrida. Así, la condición de extranjero, de sujeto liminar, situado entre fronteras, reivindicada por numerosos autores hace que el exilio deje de ser una figura marginal, en el sentido de pena o penitencia que deberá sufrirse, cargar o sobrellevar como bien se pueda, para ser condición de posibilidad de numerosas identidades que han cobrado forma en su seno.

Llegué a Madrid con cinco años, de manos de una madre a la que apenas conocía a través de mis visitas a la cárcel y a la que empecé a conocer en el exilio. Llegué a una ciudad diferente, que cual khôra platónica o útero materno, nos acogió y protegió de las sombras que habíamos dejado en la Argentina. Aterricé con mi pasaporte no firmado, con un nombre que se modificaría años después, arropada sin embargo por esos apellidos maternofiliales. El exilio, hogar poblado de voces, ecos y risas infantiles, poco a poco, fue dando forma a mi existencia transterrada, marca indeleble que me permitiría llegar a ser quien soy. Extraña morada en la que he decidido permanecer.

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