Mi Bafici 2018

Terminó la vigésima edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente, uno de los eventos cinematográficos más importantes del calendario internacional.  Impresiones, viñetas y reflexiones por Pedro Arturo Gómez

Partamos de algunas premisas:

  • El BAFICI es inabarcable con sus 400 audiovisuales en este año, entre largos y cortometrajes.
  • Se trata de eso llamado “cine independiente”, o sea ese tipo de realizaciones cinematográficas por fuera o en la periferia de las maquinarias y lógicas de la producción industrial.
  • Al ser “cine independiente” es de esperar que en sus comarcas –aliviadas de las exigencias comerciales del cine netamente industrial- aceche a sus anchas el ARTE, sus imperativos de expresión por sobre la comunicación, sus experimentaciones y sus extravagancias.

Por lo tanto, para cualquier espectador en general, y para los espectadores “especializados” (críticos, académicos, estudiantes de cine y cinéfilos varios) en particular, el BAFICI es un viaje personal guiado por las brújulas pasionales: aficiones, fanatismos y fobias. No obstante, no pocas veces los instrumentos de esta navegación sufren el síndrome del Triángulo de las Bermudas, cierto desconcierto y hasta ofuscación ante las ocurrencias de este arte cinematográfico desatado. Todo esto, más las dificultades operativas derivadas de la compleja ingeniería de coordinar fechas, horarios y lugares con el acceso a las entradas, la información sobre los repertorios de la ocasión y las coordenadas de la vida cotidiana misma, hacen de este Festival, que ya va por sus 20 años, una experiencia con rasgos de periplo. Un periplo de inmersión, por supuesto, para quien pueda permitírselo, sumergiéndose en el tsunami audiovisual con un entusiasmo que, visto desde la tierra firme del común de las miradas, se ve con la extrañeza y el asombro que provoca esa determinación a pasarse un montón de horas dentro de salas de proyección, a razón de cuatro, cinco y hasta seis películas por día durante todos los días que se pueda.

Así las cosas del amor y de los amoríos por el cine, van aquí algunas impresiones, viñetas y reflexiones extraídas de mis andares por el BAFICI 2018.

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Empiezo por el final (una parte del final, al menos): la Competencia Internacional la ganó –tal como lo anunciaba el pálpito que recorrió el Festival desde su inicio- la descomunal película argentina La Flor, de Mariano Llinás, con sus 14 horas de duración (cuyos 40 minutos finales son dedicados sólo a los créditos), dividida en tres arduas proyecciones. Llinás reedita así el suceso que produjo su también muy extensa (245 minutos) Historias extraordinarias en el BAFICI 2008, con la cual puso a andar lo que él denomina el “tren fluvial” de su concepción narrativa. Tan indudable como su desmesura es el temerario talento de este realizador para contar historias rizomáticas, pero en lo que a mí respecta me abstuve esta vez del titánico visionado que demanda La flor, tarea que dejo para cuando estén a mi alcance condiciones menos abusivas de relacionarme con ella.

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La Flor, de Mariano Llinás

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Lo más feo: el corto institucional baficiero de este año, inevitablemente reproducido antes de cada exhibición: con imágenes que hasta los segundos finales en su 99% nada tienen que ver con el cine y una voz en off con tono de arenga propio de un conductor de entretenimiento televisivo para adolescentes, en impostado crescendo hacia un paroxismo celebratorio final que hace desear más que nunca el inicio de la película. Pero no sólo de imágenes y verbosidad desatinadas se trata, también hay lugar en el jardín retórico de esta pieza para una flor especial: la referencia a “la esencia del cine”, momento de inflamación sustancialista cuyo único logro es despeñarnos en el malhumorado interrogante de “¿qué carajo es o podría ser la esencia del cine?”.

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Jean-Pierre Léaud fue el actor fetiche de Francois Truffaut, quien lo convirtió en su alter ego, el personaje de Antoine Doinel, al que siguió desde su infancia en Los 400 golpes (1959) a lo largo de 20 años y cinco películas. Ícono de la Nouvelle Vague trabajó también con otro ilustre progenitor de ese movimiento, Jean-Luc Godard. Solía decirse que Léaud hacía siempre de sí mismo y hasta hubo un renombrado director –el finés Aki Kaurismaki- que le dio la oportunidad de salirse de su propia sombra. Pero en este BAFICI el veterano actor francés confirma esa cierta tendencia haciendo de él en Le lion est mort ce soir (Nobuhiro Suwa, 2017), dentro de un cuento de mansión embrujada filmado por niños en una casa habitada por el fantasma de una amante suya del pasado. ¿Suena a relato gótico de cinefilia autocelebrada? Nada de gótico y mucho de tediosa auto celebración cinéfila, con actuaciones infantiles que no convencen y un Jean-Pierre Léaud desganado. Eso sí, el film cumple con lo que su título promete y aparece de la nada, sin sutileza alguna, un león, tan sólo porque el título lo menciona. Qué se le va a hacer, Jean-Pierre, no vinieron tiempos mejores

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El león duerme esta noche : Foto Jean-Pierre Léaud

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Más allá del relevante problema de la estigmatización que sufren las identidades transexuales, la oscarizada Una mujer fantástica (Sebastián Lelio, 2017) me había parecido mal actuada, con situaciones antojadizas y un uso de metáforas visuales de trazo grueso digno del peor Eliseo Subiela. Y de pronto, cuando resultaba imposible augurarlo, se aparece en este BAFICI la nueva película de Lelio, Disobedience, y ya nada es lo mismo. Tras la fuerza arrolladora del prólogo, el film sostiene con tensa sobriedad sus energías dramáticas, encarnadas en las vigorosas actuaciones de Rachel McAdams y Rachel Weisz, secundadas por un conmovedor Alessandro Nivola, que le ponen cuerpo y nervio a una historia de amor lésbico en el seno de una comunidad de judíos ortodoxos en el Londres actual. No sé qué habrá sido de aquel Sebastián Lelio de Una mujer fantástica, pero espero que no vuelva, para que el Lelio de Disobedience se quede con nosotros para siempre. En este mismo terreno de las sexualidades disidentes, resbala y cae Majo Staffolani con su Román (2018), relato del despertar gay de un maduro empleado inmobiliario, bajo el lastre de malas actuaciones, excesivos primeros planos y una inverosímil homosexualidad instantánea.

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¡Bolivia lo hizo de nuevo! En el BAFICI 2017 una de las películas más sobresalientes -la mejor en la competencia latinoamericana- fue Viejo Calavera (Kiro Russo, 2017). En este BAFICI 2018 una de las películas que más me sacudió es Averno, del maestro Marcos Loayza (Cuestión de Fe, 1995), una refundación mitológica de la ciudad de La Paz que anuda el imaginario mágico andino con el periplo del héroe, en una noche barroca poblada por los seres de la cosmovisión aymara y el universo de las leyendas urbanas. Fascinante, aunque no exenta de polémica dado que no faltaron las objeciones que apuntan a supuestas inconsistencias y arbitrariedades narrativas. Loayza se defiende y argumenta que lo suyo no es la narrativa aristotélica sino el relato mítico. Como sea, Averno se impuso como ganadora en la Competencia Latinoamericana. También vinculada con Bolivia pero filmada con rudo despojamiento por el argentino José Celestino Campusano es El silencio a gritos (2018), un drama de incesto en el barrio de El Alto, en la ciudad de La Paz, cuyos valores no pueden ser medidos con la misma vara del acicalamiento de ciertas realizaciones independientes, dadas las particulares condiciones de producción comunitaria seguidas por la tenacidad de este cineasta a contramano.

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Averno, de Marcos Loayza

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Alguna malicia podría hacer decir que con el documental Esto no es un golpe Sergio Wolf dirige su República perdida, lustrándole el deslucido bronce al partido radical, ahora asimilado a las huestes del macrismo, en el rescate de su última estampa de, sino heroísmo, por lo menos temple político: Alfonsín y el amotinamiento carapintada de Aldo Rico en aquella Semana Santa que terminó con “la casa está en orden” y unas “felices Pascuas”. Puede que Wolf no se haya propuesto un realce de este alicaído bando de la política argentina, pero sí podría funcionar como un probable reactivador de viejas glorias hoy desvanecidas por sucesivas claudicaciones. No obstante, el film tiene entre sus logros las entrevistas a ex jerarcas militares que participaron del alzamiento, incluida la figura siniestra de Aldo Rico, más el planteo de algunos interrogantes y apuntes más bien escuetos sobre el proceder de Alfonsín, las larvas de la última dictadura cívico-militar y las luchas contra esa oscuridad.

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Películas con protagonismo de niños que sí funcionan (y muy bien), menciono tres: Village Rockstars (Rima Das, 2017), en una aldea de la India una niña y su pandilla de amigos sueñan con armar una banda de rock, entre la precariedad material de sus vidas y los azotes de la naturaleza, filmada con un preciosismo que se salva de incurrir en la estetización de la pobreza; y The Seen and Unseen (Kamila Andini, 2107), poderoso lirismo onírico que emana del mundo de fantasía que moldea la imaginación de una niña en la indonesia campesina ante la enfermedad terminal de su hermano mellizo; ambos films entrelazan la poética audiovisual anclada en historias de vida con un registro etnográfico de alto vuelo cinematográfico. Village Rockstars obtuvo el premio de Mejor Música en la Competencia Internacional para el autor de su banda de sonido, Nilotpal Borah. The Seen and Unseen resultó premiada como Mejor Largometraje en la Competencia Vanguardia y Género. Por su parte, Mochila de plomo (Darío Mascambroni, 2018) tiene como personaje central a un niño de las zonas sociales más vulnerables del interior de Argentina y a un revolver que viaja en su mochila, rumbo a una de esas encrucijadas donde se juega una vida como foco de vidas. Ojalá pudiéramos ser como niños en las buenas películas del pequeño gran cine.

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El jaleo que se monta en la sala del cine el enjambre de involucrados en la filmación de la película que se estrena suele ser inversamente proporcional a la calidad del producto, tal como lo demuestran dos bodrios argentinos: Penélope (Agustín Adba, 2018) –vergonzoso explotation chic machirulo, con chica linda (muy) que, ebria y/o endrogada, se voltea cuanto se le cruza en su eterno rally fiestero por las esferas del arte (ponele)- y Te quiero tanto que no sé (Lautaro García Candela, 2018) –comedia juvenil de absurdo sonámbulo, con más de absurdo que de comedia. Ambas están en competición, la primera en la competencia oficial argentina y la segunda en la sección “vanguardia y género”. Los alegres bochincheros en la sala festejan ocurrencias que sólo a ellos les hacen gracia, jugando de locales con el desenfado ruidoso y canchero de jóvenes embobados con sus juguetes audiovisuales. Para que a quienes lean esto ni se les ocurra perder su tiempo con material como éste, les tiro un spoiler acerca de Penélope: el único elemento rescatable en la película es la presencia del inefable Sergio Pángaro, que al final muere.

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¡Córdoba lo hizo de nuevo! El cine cordobés vuelve a aparecer con notables cualidades representado este año por Casa propia (Rosendo Ruiz, 2018) –comedia dramática que narra las tribulaciones cotidianas de un trabajador de la docencia tras la inalcanzable vivienda del título- y la ya mencionada Mochila de plomo.

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En mi vida no debo de haber visto más de cinco películas ecuatorianas, ninguna de ellas mala. Agujero negro (Diego Araujo, 2018) no es la excepción, eficaz comedia con escritor en trance de bloqueo creativo y crisis de los treinta-y-largos, sacudido por el sismo de una Lolita. Colombia la descose con la encantadora Virus tropical (Santiago Caicedo, 2018), “LA” película de animación de este BAFICI, adaptación de la cautivante novela gráfica homónima de Powerpaola; ganadora del Premio del Público a Mejor Película Extranjera. Azougue Nazaré (Tiago Melo, 2018) demuestra que la más sensual alegría sigue siendo brasileña, otro viaje a la exuberancia del carnaval de esas tierras donde el diablo mete la cola deliciosamente. Tiago Melo fue premiado como Mejor Director en la Competencia Internacional.

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Oído en la conversación entre dos espectadores antes del comienzo de la proyección:

“- Es como una Atracción fatal escandinava

– ¿Por qué?

– Porque la película es de Dinamarca”

Otra conversación recurrente entre espectadores inmediatamente después de sentarse en las butacas:

“- ¿Qué venimos a ver, de qué se trata?

– No sé… yo saqué las entradas que había no más…”

Extravíos de la cinefilia.

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La película escandinava que viene de Dinamarca, según la citada conversación, es la danesa A Horrible Woman (Christian Tafdrup, 2018), ajustado thriller psicológico con bella e invasiva villana para el alimento del pánico masculino, capaz de ponerle los pelos de punta (y no de miedo, precisamente) a cualquier feminista. Detalle de color: atrapado en las redes de la mujer manipuladora, entre las muchas cosas a las que renuncia el hombre de esta historia está un acariciado viaje en moto por Argentina. La perfidia mujeril no tiene límites ni fronteras. Para el consuelo varonil está el premio a Mejor Actor en la Competencia Internacional que obtuvo Anders Juul por este film. Otro hombre enredado en la seducción de una mujer es el que llega, errabundo y misteriosamente sombrío, a un pueblo que alberga misterios aún más sombríos en el atrapante thriller luxemburgués Gutland (Govinda Van Maele, 2017), donde vuelve a brillar el inquietante magnetismo de Vicky Krieps, la actriz de El hilo invisible (Paul Thomas Anderson, 2017).

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Amanda Collin , protagonista de A Horrible Woman

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Después de la excepcional Phoenix (2014) la tan esperada nueva película de Christian Petzold, Transit (2018), decepciona en gran medida por el esfuerzo que demanda atravesar el quiebre central de la verosimilitud en la ambientación de época, elemento para nada aligerado por las interminables idas y vueltas de la narración. No basta con invocar los fantasmas de Hitchcock y Casablanca. Mejor le va al renombrado Michael Haneke con Happy End (2017), una sátira de humor negro con familia disfuncional en la que dispara contra la burguesía; pero ya se sabe, no es tan difícil dar en el blanco al disparar contra las miserias de la burguesía. Más despojada y certera es la crítica sociopolítica del napolitano Vincenzo Marra con su L’Equilibrio, historia de un cura metido a batallar sin suerte contra la mafia y la corrupción que oprimen a su parroquia.

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Los mundos de la adolescencia y la temprana juventud corrieron con suerte este año, con la sorprendente Blue My Mind (Lisa Brühlmann, 2017) a la cabeza, un relato impetuoso que nos sumerge en la metamorfosis de una conflictiva quinceañera, magníficamente interpretada por la deslumbrante Luna Wedler. El esquema chico-conoce-a-chica, esta vez con actitud punk y sensible registro del claroscuro cotidiano da muy buenos resultados en la quebecquense Les Faux Tatouages (Pascal Plante, 2018), también con notables actuaciones. En las antípodas estéticas se ubica la argentina Amor urgente (Diego Lublinsky, 2018), hiperestilizada comedia de amor y despertar sexual adolescente en pueblo chico, donde los personajes se mueven con graciosa parsimonia en viñetas de vintage rural, recortados sobre retroproyecciones. Los momentos que componen una vida juvenil a contracorriente laten en Milla (Valerie Massadian, 2017), la historia de una chica desde sus 17 años marcados por la relación con su novio hasta los primeros tiempos de su maternidad ya sola, retrato intimista con estampas bellamente fotografiadas e instantes conmovedores.

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Luna Wedler, en Blue My Mind

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China siempre sorprende. Uno de los films más fascinantes de este BAFICI 2018 resultó ser From Where We’ve Fallen (Wang Feifei, 2017), laberíntico misterio de amor, odio y muerte con temporalidad fracturada y exaltación calidoscópica del cristal, donde extraviarse es un placer lúdico al cual conviene entregarse gozosamente. Un laberinto más estructurado pero no menos subyugante, pincelado  por toques de humor que incluyen los comentarios cantados de una pareja de viejos músicos ciegos, es The Bold, The Corrupt and The Beautiful (Yang Ya-Che, 2017), especie de El Padrino oriental con matriarca que entreteje una atroz red de poder y confabulaciones. También una mujer es el personaje principal de The Widowed Witch (Cai Chengjie, 2018), desoladora fábula moral con tintes feministas ambientada en aldeas campesinas barridas por un feroz invierno, donde es aún mayor la ferocidad del egoísmo y la crueldad que reducen a cáscaras vacías las creencias populares en la religión y la magia.

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Por último, pero no menos destacado, las criaturas audiovisuales más extrañas que vi este año son la alemana Luz (Tilman Singer, 2018) y la rusa The Bottomless Bag (Rustam Khamdamov, 2017). La primera es una experiencia arrolladora de imagen, sonido y furia que parece extraída de un batido psicodélico de John Carpenter y David Lynch, destilado para presentar los avatares de una joven taxista poseída por un demonio, durante un devastador interrogatorio nocturno en una estación de policía. La segunda es una extasiada sucesión de imágenes que son como gemas talladas en un blanco y negro deslumbrante, habitadas por personajes que se mueven con la teatralidad de un tableau vivant medieval onírico, en el engarce de las narraciones que una anciana dama de la nobleza le cuenta al zar en su palacio, a la manera de una Sherezade suntuosa y hechicera.

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Epílogo: más allá de las glotonerías y contradicciones de la pasión cinéfila arremolinada en torno a este Festival, los tiempos que corren en la Argentina de hoy no son los más propicios para la producción audiovisual caracterizada como “independiente”, bajo el peso de políticas culturales que la sofocan imponiéndoles condiciones agobiantes. Como señaló Marcelo Llinás al recibir el premio por La Flor, el slogan del volante que rezaba “sin cine independiente no hay BAFICI” tiene razón. Que tomen nota y se hagan cargo de esto tanto el INCAA como los funcionarios del Gobierno, pero que también todas y todos las / los trabajadoras/es del audiovisual tomen conciencia de la importancia de la acción colectiva organizada para la defensa de este cine, objetivo con el cual debería identificarse el devoto público del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires.

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