El camino

Una invitación para pasear por Barrio Sur, a través de la lectura. 

El camino que iniciamos incluye el paso por unas 11 cuadras distribuidas entre cuatro calles, un pasaje y dos plazas.

La calle Rondeau, la primera, es vieja y es casi límite entre Barrio Sur y Villa Alem, frontera antigua entre la ciudad y las afueras, que conserva los adoquines de antaño en algunas zonas, mientras que en otras, la piedra vieja ya fue recubierta por un pavimento sólido, más cómodo para los vehículos que la transitan. La Rondeau es una de las vías secundarias que cruza San Miguel de Tucumán de Oeste a Este, de tránsito relativamente cargado en las horas pico de la ciudad, pero no hoy que es domingo. Los domingos de Barrio Sur son desolados: sin almacenes desde la siesta, con apenas uno que otro bar salteado en la zona, y con transeúntes híper-concentrados en sus muchas plazas, aunque de calles vacías de autos y caminantes. Uno que otro 9 pasa por la Rondeau y dobla en la esquina de La Rioja, para llegar hasta el centro, cruzar a Barrio Norte y luego dirigirse hasta el límite oeste de San Miguel de Tucumán.

La calle Rondeau no acompaña el ritmo del 9, veloz en su recorrido un domingo a la tarde de ruta vacía. La Rondeau, en cambio, se mueve más al ritmo de los naranjos que la pueblan. Los naranjos dan naranjas. Parece de Perogrullo, pero es lo que sucede en esta época del año, luego de un ciclo lento de maduración que ha llevado todos los meses del calendario. Los naranjos de las calles de San Miguel de Tucumán son miles y regalan sus naranjas a un mismo tiempo. El mito urbano, que se alimenta de boca en boca y en los cuentos y novelas tucumanas que suelen incluirlas, dice que las naranjas son agrias y que solo sirven para hacer mermelada. El hecho cierto y comprobado es que en pocas semanas las calles de estos barrios serán invadidas por contenedores marcados con el logo de alguna gran empresa productora de dulces; y recolectores de ocasión, en horarios insólitos, vaciarán las copas de los árboles y prepararán las frutas para su tránsito inicial hacia la industrialización. El otro hecho cierto, es que las que aun así no caigan –que no son pocas-, se pudrirán con el tiempo y será un olor putrefacto el que acompañe los días de entonces. Más tarde este año llegarán, como todos los años, los azahares y, con ellos, la primavera felizmente perfumada y las alergias de estación, como un acontecimiento igualmente programado.

Algunas naranjas han empezado a caer y, en las cuadras que llevan hasta la calle Ayacucho, se observan las frutas explotadas y aplastadas sobre los adoquines. No hay registro conocido, en los últimos tiempos, de accidentes vehiculares producidos a raíz de la caída de una naranja, ya sea por golpe o patinaje. Sin embargo la posibilidad de que esto suceda parece certera.

De frente aparece el Hospital de Niños (del Niño Jesús, por supuesto, en esta ciudad aún marcada por las cruces). A la izquierda, la calle Ayacucho bordea uno de sus laterales antes de encontrarse con la plaza de Los Decididos de Tucumán, que se choca –calle mediante- con la Plaza San Martín, la que a su vez limita con el Paseo de los Libertadores de América, cuyo fin va a dar, a través de la calle Lavalle, a la Plaza Belgrano. “Zona Patria”, los carteles deberían alertar, pero no los hay. Acá se concentra el movimiento de Barrio Sur los fines de semana. De lunes a viernes, los aires de la zona son más poblados por sonidos de sirenas y bocinas, que corren de un lado a otro, y las calles se llenan con una mezcla de guardapolvos blancos de lxs estudiantes de Bioquímica y Medicina, cuya sede se encuentra a una cuadra, y las cámaras y los bastidores de la gente de Artes, que tiene su asiento en una de las esquinas de la San Martín. La calle Ayacucho acompaña solo media cuadra la ruta iniciada. Entonces, hay que cruzar de plaza en plaza, hasta llegar a la Lavalle y agarrar un ritmo más rápido hasta la Entre Ríos.

Las plazas de Barrio Sur son verdes, salvo la Yrigoyen, frente al Palacio de Tribunales. Aunque podría decirse que esa plaza pertenece más a la zona que hoy evitamos, el centro. Así, escapamos a la aparición de las excepciones y continuamos por la senda segura y certera de las reglas generales. Entonces, dijimos, las plazas de Barrio Sur son verdes.

La Plaza de Los Decididos de Tucumán supo ser de Rivadavia, hasta que los aires bicentenaristas decidieron rendir homenaje al grupo de hombres –parece que no había mujeres- que acompañaron a Belgrano en la Batalla de Tucumán, allá por 1812, y le dieron nueva nominación. Es una plaza pequeña, de una media manzana, que los domingos a la tarde alberga niños y niñas inquietos en sus juegos y, por lo general, no forma parte del circuito que eligen los caminantes. Un dato curioso es la ausencia de papeleros en sus caminitos de cemento, se los encuentra más bien alejados del circuito habitual preestablecido para el buen peatón. Siendo esta una plaza “decidida” para homenajear a varones socialmente valientes, tal vez sea un modo -una extraña política pública- de alentar comportamientos que escapen del camino demarcado en pos de alcanzar el bien común, aunque suena más probable que se trate de un defecto absurdo de su diseño.

Si se sigue el camino, se cruza hacia la San Martín. Los domingos, como todos los días, es espacio apto para mates con amigos, guitarras y congas, fulbitos, y árboles fuertes, listos para las acrobacias en tela. En la Plaza San Martín entramos todos y todas, incluidas las decenas de vendedores de bizcochuelos, pancitos rellenos y alfajorcitos de maicena; los perros paseantes con sus collares y correas, que se mueven en armónico acuerdo social con los perros de rastas, señores cordiales que usufructúan todo lo habitable en esta plaza y que solo parecen disputarle su espacio a lxs ciclistas que no bajan de sus vehículos, a riesgo de una persecución de ladridos y alguna que otra mordida al aire. Una imagen desde un drone mostraría que la plaza se parece un poco a una bandera británica con todas sus rectas y diagonales, aunque iría en contra del sentir patriótico desplegado en el barrio, por lo que conviene rebobinar y concentrarnos, en todo caso, en el caballo estático de San Martín y en el San Martín que lo monta en el centro de la Plaza, en las alturas, rodeado por una plataforma que se eleva y que funciona como escenario simulado para los montones de adolescentes que la ocupan e improvisan sus raps, en cuyas letras pegan por igual a la escuela o la policía. Así, sigue la Plaza, enorme y generosa.

Juan Lavalle fue miembro del Partido Unitario, defensor de los intereses que concentraban el poder en la Gran Capital del país en ciernes allá, por sus tiempos, y, tal vez, estaría feliz de saber que una de las calles que lleva su nombre aloja también el Paseo de los Libertadores. Resulta posible, por otro lado, que no coincidiera con el criterio de selección que reúne, entre otros, los bustos de Bolívar y la Azurduy. Resulta posible, por este lado, pensar que su nombre desentona, aunque sea intuitivamente, con el fervor de alineamiento patriótico que se ha querido dibujar por esta zona.

Más allá de las consideraciones históricas, el camino sigue y va en bajada, derecho hasta la Entre Ríos. La Lavalle, más ancha que la Rondeau, también mezcla el adoquín con el pavimento y es igual de despoblada en domingo. Lavalle abajo, llegando a la Entre Ríos, la bajada se hace fuerte y, vista de lejos, la calle va desapareciendo. Más ahora, que el celeste fuerte que hubo durante el día se convirtió en una noche oscura, de estrellas semi-ocultas por la luminiscencia concentrada de la ciudad. Andar en bici por la Lavalle tiene el encanto doble del saltito del adoquín y la bajadita, y la emoción de encontrar en las esquinas los saltos más pronunciados producto de la unión de calles desiguales. Un trazado en el que las bocacalles no coinciden, zona que se libera de semáforos y que, por estas mismas razones, no admite conductores desatentxs. La Lavalle viene bajando fuerte, el giro a la izquierda por la Entre Ríos es en subida pronunciada y con el furioso encanto de los adoquines.

En esta cuadra, oscura, además de naranjos, hay un perro que ladra desde el balcón de una casa que está al lado de la sede de un gremio. El perro asusta a la que escribe en todas y cada una de sus pasadas -como si se desmemoriara de su existencia-, y en cada caminada vuelve a asociarlo con el mito tucumano por excelencia, el del perro antropófago guardián del cañaveral, vigía y amedrentador del empleado organizado del surco.

Así, lejos de la puesta en escena de las plazas, se llega, por fin, a las escaleras peatonales que, a mitad de la Entre Ríos al 500, conducen al Pasaje Tiburcio Padilla. Que no, no es el Pasaje homónimo del Centro; y no, no es en memoria del T. Padilla que figura en las listas de desaparecidxs; y no, no se inunda en tormenta a pesar de que su ubicación lo hace parecer un pozo; y sí, es bastante oscuro a la noche; pero no, no da miedo; aunque sí, como todo en estos días, parece que se está viniendo abajo, fijate las paredes con grietas y los vidrios rotos de esa casa abandonada; y sí, reúne a lxs adolescentes perdidos de las escuelas en las mañanas de escapadas clandestinas; y claro, también simula cobijo nocturno para los cuatro jóvenes que hacen de las escaleras su techo y que aspiran algo que de a ratos se confunde con su pan de cada día. El pasaje, de una cuadra, con una bandera argentina ya despintada del barandal y con un mural de fondo en el que todavía -debajo de los grafitis- es posible ver mosaiquitos que parecieron ser un diseño indigenista, aparece como aquello que está siempre ahí, aunque no se lo quiera mostrar.

Hoy, domingo de desolación, en tarde noche, aún ni rastro de jóvenes o adolescentes. El pasaje, vacío de autos, vacío de gente, es tierra libre para los gatos que se intuyen detrás de un concierto de maullidos. A mitad de cuadra, detrás de dos mandarinos –aquí no hay naranjos-, unas rejas negras anteceden la puerta de madera sobre la que se encuentra pegado un cartel. Ha terminado el recorrido.

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