La grasa y la gracia: todo un mundo de sensaciones

Durante marzo se pudo ver en Telefé la serie “Sandro de América”, una ficción sobre la vida de Roberto Sánchez contada en 13 capítulos. Un mundo de sensaciones, por Pedro Arturo Gómez 

A propósito de John Ford y de la representación del lejano oeste norteamericano en sus westerns solía decirse que cuando la leyenda es más bella que la verdad, hay que imprimir la leyenda. La encrucijada entre verdad y leyenda vuelve a aparecer cada vez que la ficción audiovisual emprende una historia “basada en hechos reales” cuyo centro es un ídolo de la cultura popular, sobre todo cuando esa figura ha alcanzado dimensiones míticas. Allí acecha el peligro de que el mito se devore a la persona humana que lo engendró. El gran Leonardo Favio dio cátedra de cómo sortear ese riesgo en su Gatica, el mono (1993), una película donde el mítico boxeador late en su humanidad con las pulsaciones que le dan vida al mito. El mismo reto afrontaba otro de los grandes y personalísimos realizadores del cine y la televisión argentina, Adrián Caetano, cuando emprendió la dirección de la serie Sandro de América.

El mismo reto, la misma victoria. El Sandro de Caetano vive en la pantalla con la intensidad de vibraciones que ensamblan la trémula vitalidad del hombre con el ardor del idolatrado cantante, sin que uno destierre al otro, sino conviviendo ambos en el tenso contrapunto entre Roberto Sánchez y Sandro. No faltó el crítico que le reprochara a este producto sus modos de telenovela, ante lo cual se impone como respuesta el cuestionamiento que apunta hacia la médula del cancionero del “gitano”: ¿Qué otro género de la ficción televisiva podría demandar el melodramático romanticismo musical de Sandro que no fuera la telenovela? Y no cualquier telenovela, sino la telenovela argentina, porque Sandro de América es argentino y la horma del abrasador sentimentalismo amoroso de sus canciones –cercano, muy cercano a los desgarramientos del corazón en las letras del tango- se corresponde con los moldes de formas y contenidos del culebrón argento. El cálido candor del costumbrismo telenovelero, trastocado por los relámpagos y penumbras de la urdimbre melodramática, atraviesa la encarnadura de los personajes y los hechos narrados en esta notable biopic televisiva, proyectándole la verosimilitud propia de un género en su lógico empalme con el relato de una vida, un genio y figura como la de Sandro. La atmósfera que es marca registrada de un Alberto Migré –santo patrón del folletín televisivo nacional- pulsa en los derroteros, los ascensos y caídas de este ídolo, desde su juventud barrial en un conventillo hasta los interiores de ese particular claustro que era su mansión, hasta condensarse en los estallidos de las pasiones y sus derrames lacrimógenos. Grasa y gracia, sí, porque ésa es la materia del mundo musical de Sandro, la subyugante electricidad de su canto al amor, un alto voltaje kitsch que alcanza con el estremecimiento de su voz cascada una cima de lo sublime sentimental que jamás podrían alcanzar los groseros ripios de Arjona y similares.

Leonardo Favio supo entretejer con maestría los cordeles de géneros populares de la industria cultural como el radioteatro en obras mayúsculas del cine como Nazareno Cruz y el lobo (1975) y Juan Moreira (1973), del mismo modo Caetano hace de las claves de la telenovela una caja de herramientas para construir su Sandro, preservando la vitalidad del personaje inyectándola en su criatura audiovisual. No se trata de una recreación convertida en sirviente de la vida real que representa, sino que el realizador se adueña de ese manojo de realidades para transfigurarlas y darle vida propia a visiones de otro Sandro, el de la serie, un ser en el que resuenan los latidos de Roberto el del barrio, el “Gitano”, “el Hombre de la Rosa” cuando Caetano reinventa ese universo con escenas de la vida pública y privada. videoclips y momentos musicales cuyos cimientos son el relato ficcional mismo.

Las cualidades de la puesta en escena, la compacta solidez de las actuaciones –entre las que sobresalen el arrollador encanto de esa revelación que es Agustín Sullivan y la robusta interpretación de Antonio Grimau, junto al discreto desempeño de Marco Antonio Caponi, como los tres Sandros- la cuidada reconstrucción de época y el tallado de los climas emocionales son los recursos que hacen de esta serie un producto excepcional en la televisión argentina, otro triunfo de Adrián Caetano que viene a sumarse a sus descollantes desempeños anteriores en este terreno con Tumberos (2002), Disputas (2003) y el guionado de El marginal (2016). Al igual que John Ford pero en modo reelaboración, Caetano hace uso de una narrativa audiovisual clásica –en este caso la de la telenovela argentina- para darle fuego a una leyenda que nos sigue conmoviendo con esas cosas que son (como reza la letra de “Te propongo”) “tan sólo cosas buenas, triviales y sencillas, las cosas del amor”. Todo un mundo de sensaciones.

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