El Coronavirus y la desproporción de las ideas

El COVID 19 se expande por el mundo y un fantasma recorre las conciencias cívicas en constante alerta: el estado de excepción. La pandemia cuyo epicentro se ha mudado ahora a Italia, España y EE.UU. arrasa vidas y satura a los sistemas de salud, desbordando sus capacidades. Países como Japón, Corea del Sur, Hong Kong o Singapur, al igual que las regiones chinas fuera de la provincia de Hubei, han estado preparadas y han proporcionado los cuidados que los pacientes necesitan, pero los países occidentales trastabillan entre la insuficiencia de recursos sanitarios, torpezas aberrantes como las de Bolsonaro y Trump, y medidas de reclusión domiciliaria para el distanciamiento social, en contextos marcados por las diferencias culturales, la contienda política y la desigualdad social.

Ante la exigüidad de las dotaciones materiales y humanas del área médica, el camino a seguir apunta hacia el aplastamiento de la curva de infecciones, puesto que si éstas son reducidas al máximo posible los sistemas sanitarios serán capaces de atender los casos mucho mejor, de modo que más baja será la tasa de mortalidad. En estas condiciones, el procedimiento más adecuado es el distanciamiento social, tal como lo demuestra la experiencia en la ciudad de Wuhan, donde tan pronto como se dictó el aislamiento total los casos se redujeron, porque la gente dejó de interactuar cara a cara y el virus dejó de extenderse. Lo mejor que podemos hacer es quedarnos en nuestras casas tanto como sea posible, durante el máximo de tiempo posible, hasta que la peste retroceda.

Así las cosas, quienes tienen el poder de decisiones políticas cuentan con dos tipos de medidas: contención y mitigación[1]. Contener significa limitar mediante el cierre de fronteras el número de personas que ingresan a los espacios nacionales, regionales y locales, e identificar a los enfermos para aislarlos de inmediato en cuarentena. Por su parte, la mitigación consiste en el distanciamiento social riguroso para ralentizar el virus tanto tiempo como sea posible y de ese modo aplastar la curva de infecciones, lo cual entraña sacrificar nuestros hábitos y prácticas de sociabilidad cotidianas, manteniendo sólo en funcionamiento actividades de interacción en presencia fundamentales como las vinculadas con la salud, la administración pública y privada, el transporte y la alimentación, junto con procedimientos de teletrabajo.

No obstante, a pesar de la dura evidencia de los hechos, ciertos enclaves de la intelectualidad crítica se han proclamado a contrapelo de la realidad pandémica, para quedar expuestos en sus propios extravíos, en nombre de las sombras del estado de excepción que proyectan los métodos de control por parte de los gobiernos en la implantación de las medidas de contención y mitigación. En un artículo del 26 de febrero, titulado “La invención de una epidemia”, el filósofo italiano Giorgio Agamben -sumo sacerdote en la teoría de la biopolítica- expresaba su alarma ante estas medidas de emergencia en Italia a las que juzgaba como “comportamiento desproporcionado”, calificándolas de “frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus”. “¿Por qué –se pregunta- los medios de comunicación y las autoridades se esfuerzan por difundir un clima de pánico, provocando un verdadero estado de excepción, con graves limitaciones de los movimientos y una suspensión del funcionamiento normal de las condiciones de vida y de trabajo en regiones enteras?”. Y se responde: “Dos factores pueden ayudar a explicar este comportamiento desproporcionado. En primer lugar, hay una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno. (…) El otro factor, no menos inquietante, es el estado de miedo que evidentemente se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla”[2]. Un mes después la realidad se encarga de dar las respuestas verdaderas: 6.078 muertes en Italia provocadas por el coronavirus. La desproporción resulta ser la de la mirada de Agamben y sus veredictos.

Más riguroso, el célebre filósofo surcoreano radicado en Alemania, Byung-Chul Han postula su propio diagnóstico y agita sus alarmas ante el estado de excepción, en un artículo muy transitado del 22 de marzo[3]: “La emergencia viral y el mundo del mañana”. Allí admite las dimensiones catastróficas de la pandemia, pero de inmediato señala lo que para él son “sobreactuaciones inútiles”, como los cierres de fronteras en las cuales ve las evidencias de “una expresión desesperada de soberanía. Nos sentimos de vuelta en la época de la soberanía. El soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Es soberano quien cierra fronteras. Pero eso es una huera exhibición de soberanía que no sirve de nada”. Paradójicamente, Han reconoce, en la lucha contra el virus, la eficacia de la soberanía ejercida por Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur, un éxito cuyas raíces están –según afirma- en la mentalidad autoritaria de esos países, proveniente de la tradición cultural del confucianismo, de modo que son sociedades más obedientes, con mayor confianza en el Estado y una vida cotidiana organizada mucho más estrictamente que en el mundo occidental. Pero, fiel a las coordenadas de su análisis de la cultura, apunta que, para enfrentarse al virus, los asiáticos apuestan sobre todo por la vigilancia digital. “La conciencia crítica ante la vigilancia digital –señala- es en Asia prácticamente inexistente. Apenas se habla ya de protección de datos, incluso en Estados liberales como Japón y Corea. Nadie se enoja por el frenesí de las autoridades para recopilar datos”. Pasa revista a los dispositivos digitales de vigilancia y control social desplegados en China, de modo que no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a observación, ni hay lugar en el vocabulario de los chinos para el término “esfera privada”. “La digitalización directamente los embriaga –observa- Eso obedece también a un motivo cultural. En Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado. No es lo mismo el individualismo que el egoísmo, que por supuesto también está muy propagado en Asia”. Toda esa infraestructura de vigilancia digital y el big data han resultado ser sumamente eficaz para contener la epidemia, algo que conduce además a una redefinición del concepto de soberanía: “Basándose únicamente en análisis de macrodatos averiguan quiénes son potenciales infectados, quiénes tienen que seguir siendo observados y eventualmente ser aislados en cuarentena. También por cuanto respecta a la pandemia el futuro está en la digitalización. A la vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos”.

Sobre estas bases -sin privarse de incurrir en la misma impresión de Agamben sobre lo desproporcionado de las reacciones ante la pandemia- Byung-Chul Han, en alerta frente al poderío de la nueva soberanía, anuncia que “China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza”, dicho lo cual rebate de paso los pronósticos del verborrágico Slavoj Žižek quien, ni lerdo ni perezoso, se había apurado en calificar al virus como un golpe letal al capitalismo[4].  Y puesto que el oficio de oráculo es tentador, Han nos advierte “es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino”, citando a Naomi Klein y su noción de “doctrina del shock”, según la cual la conmoción es un momento propicio para instaurar nuevos regímenes. Y es aquí donde la siguiente mención se le hace inevitable: “si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal”.

Es obvio que el virus no es una especie de piedra filosofal revolucionaria capaz de precipitar la caída del capitalismo, un sistema que ha demostrado una abrumadora capacidad de regeneración y triunfo, quizá porque conecta con una condición fundamental de lo humano: nuestra insaciable e irremisible incompletitud, la misma que alienta los anhelos de resistencia contra el capitalismo. Ya se sabe: todo ejercicio de poder conlleva ejercicios de contrapoder.

También son innegables los riesgos de autoritarismo y abusos represivos que entraña todo estado de excepción, ante lo cual debemos mantener en vigilia constante las capacidades de percepción e interpretación crítica, sobre todo en tiempos como éstos en los que el estado de excepción se hace necesario, sin dejar de advertir que esa atención crítica está dirigida por el norte magnético de las ideologías. Tampoco hay que desatender a la vez cómo la restricción de las libertades propias de las medidas excepcionales de contención y mitigación provocadas por la pandemia inciden sobre escenarios sociales atravesados por la inequidad, en la diversidad de territorios públicos y privados, en las casas, en las calles, en las cárceles… Particular atención demanda el accionar de las fuerzas públicas, porque la lógica inherente de los sectores policiales y militares es el autoritarismo, junto la capacidad de las fuerzas de seguridad de abrir por sí mismasmarcos de excepcionalidad en el ejercicio del monopolio de la violencia característico del Estado. La ciudadanía debe estar atenta para controlar desde la gobernanza las acciones de gobierno de la soberanía estatal, tanto en sus formas tradicionales como en las que emergen con el manejo de las tecnologías de la era digital.

Sin embargo, hay que tomar distancia de convicciones teóricas que devenidas en dogmas se cristalizan en su propia desproporción –si de desproporciones se trata- obstaculizando la lectura de la realidad y la adopción de medidas que una realidad como la de la actual pandemia hace necesarias. El estado de excepción –que en una sociedad como la de Argentina activa inevitablemente las reminiscencias traumáticas de la dictadura- no es un cuco definible de una vez y para siempre, ni desde las concepciones magistrales de la ilustración intelectual, ni desde el pragmatismo dictado por el ardor de las circunstancias.

Contra lo que da por sentado Byung-Chul Han, el significado de un “nosotros” como valor colectivo que prevalece sobre la libre determinación individual puede adquirir consistencia vital en la experiencia plena y encarnada de la fórmula “nos cuidemos entre todas y todos”, porque cuidarnos entre todas y todos es cuidarnos también contra los posibles arrebatos del estado de excepción, sobre todo preservando la integridad de los sectores sociales más vulnerables. El paisaje que pinta el filósofo surcoreano al sentenciar que “El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. Cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia” no es una visión que pueda arrojarse indistintamente sobre la diversidad de culturas y sociedades que componen el mundo por globalizado que esté.

Hasta que se cuente con recursos sanitarios claves como los test masivos –cuya accesibilidad va más allá de la vociferación de ciertas demandas- la cuarentena generalizada y las medidas de excepción que ella implica son el único método con que cuenta el Gobierno argentino, en un marco estrictamente constitucional, a pesar de las tremendas consecuencias en una economía ya devastada por la gestión macrista, porque el aumento del número de contagiados puede colapsar el ya muy deteriorado sistema de salud. Mientras tanto, durante el tiempo que la ciencia médica hace su trabajo de desentrañar la ley del virus para erradicarlo, hay otras leyes de juego, las de la contención y mitigación, que deben ser acatadas.

El COVID 19 no es una epidemia inventada, ni el virus hará la revolución que deponga al capitalismo, ni el estado de excepción es unánimemente un régimen que arrasa derechos por inflamación de la soberanía estatal. Es probable que esta excepcionalidad pueda ser trabajada como una oportunidad para recrear el lazo social y la solidaridad desde el aislamiento que imponen la cuarentena y las restricciones de circulación. Cuando la crisis sea superada, habrá que seguir sosteniendo y reinventando la resistencia contra las maquinarias generadoras de inequidad, una tarea que no se suspende en tiempos de pandemia. Hasta ese momento, nos cuidemos también de la desproporción de ciertos cielos de ideas.

Referencias:


[1] Tomás Pueyo (2020): “Coronavirus: Por qué Debemos Actuar Ya”. En https://medium.com/tomas-pueyo/coronavirus-por-qu%C3%A9-debemos-actuar-ya-93079c61e200

[2] Giorgio Agamben (2020): “La invención de una epidemia”. En https://ficciondelarazon.org/2020/02/27/giorgio-agamben-la-invencion-de-una-epidemia/?fbclid=IwAR0ti4vLHrkeuKzbUFCjgDECGln8ql4hpGj5f-2n51qDNhxEYCcbgp-oLG4

[3] Byung-Chul Han (2020): “La emergencia viral y el mundo de mañana”. En https://elpais.com/ideas/2020-03-21/la-emergencia-viral-y-el-mundo-de-manana-byung-chul-han-el-filosofo-surcoreano-que-piensa-desde-berlin.html

[4] En https://www.tercerainformacion.es/articulo/internacional/2020/03/23/zizek-un-golpe-letal-al-capitalismo-para-reinventar-la-sociedad

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