Don’t Look Now y el nuevo terror

¿Un nuevo cine de terror? 

Aquellos quienes hoy disfrutan del (¿buen?) cine, en ocasiones se regocijan con la “nueva ola del cine de terror” que en los últimos años se abrió camino en la Industria, logrando llegar en numerosas ocasiones a la gran pantalla y no simplemente relegándose a un nicho reducido o circuito festivalero limitado a cierto público. La posibilidad de acceso comercial y masividad que grandes producciones como The Witch (Robert Eggers, 2015), Get Out (Jordan Peele, 2017) o Hereditary (Ari Aster, 2018), entre muchas otras, es resultado de filmes anteriores que abrazaron los cimientos predecesores de esta “nueva tradición” o modo de hacer cine y le dieron un aire fresco al género —hoy tan bastardeado, plagado de sustos baratos basados enteramente en sobresaltos y música estridente—; por citar ejemplos de sus sucesores más contemporáneos e importantes, la mayoría desplazados a los márgenes de lo comercial: The Blair Witch Project (Eduardo Sánchez y Daniel Myrick, 1999; popularizó el found-footage), The Others (Alejandro Amenábar, 2001), Janghwa, Hongryeon (Kim Jee-woon, 2003; traducida como A Tale of Two Sisters. En 2009, su remake norteamericano se tituló The Uninvited y se unió a una larga fila que evidencia el fuerte interés por el terror japonés), Saw (James Wan, 2004; solo la primera película de la saga), The Descent (Neil Marshall, 2006), Martyrs (Pascal Laugier, 2008; fiel referente del Nuevo Extremismo Francés), Eden Lake (James Watkins, 2009; aunque se trata de un thriller con retazos de slasher, posee una crudeza en el retrato de la violencia que supera a muchas películas de gore puro y duro o a la entera filmografía de Eli Roth), It Follows (David Robert Mitchell, 2014; infaltable referente para comprender los subtextos y metáforas dentro de una historia), The Babadook (Jennifer Kent, 2014), Goodnight Mommy (Veronika Franz y Severin Fiala, 2015), Green Room (Jeremy Saulnier, 2016; caso similar al de Eden Lake, con un visceral y extremadamente realista abordaje de la violencia) o It Comes at Night (Trey Edward Shults, 2017; otra gran obra de la productora A24). A dicha posibilidad de propagación se le suma también aquella imprescindible plataforma que tiene tantos fallos como aciertos, Netflix, con la incorporación a su catálogo de películas de llegada no tan masiva o comercial. La virtud de los filmes predecesores fue distinguirse de lo común en años pretéritos, décadas en que el género tuvo un gigantesco declive con incontables secuelas de películas (principalmente slashers) que en los años ‘70 y ‘80 tuvieron un éxito poca veces antes visto, como ser The Texas Chainsaw Massacre (Tobe Hooper, 1974; cinco secuelas en treinta años), Halloween (John Carpenter, 1978; ocho secuelas en veinticuatro años), Friday the 13th (Sean S. Cunningham, 1980; diez secuelas en poco más de veinte años, siendo la más bastardeada) o A Nightmare on Elm Street (Wes Craven, 1984; ocho secuelas en diecinueve años); lo rentable de las primeras producciones era que, siendo de bajo presupuesto, lograban altas cifras en taquilla, triplicando y hasta cuadruplicando la inversión inicial. Y, aunque esporádico, este fenómeno de franquicias persiste desfalleciente hasta nuestros días, como ser el caso Alien (Ridley Scott, 1979) que, a día de hoy, sigue estrenando precuelas, secuelas y proyectos que mueren aun antes de nacer, ansiando esa gloria que sólo lograron las primeras. En un paralelo a la decadencia del terror, algo similar sucede en nuestros días con sagas como Saw (James Wan y Leigh Whannell, 2004; ocho secuelas en tan sólo trece años, de las cuales sólo la primera es buena y con un reboot, Spiral, pronto a estrenarse) o el universo de The Conjuring (James Wan, 2013), con todo lo que conlleva (Annabelle, The Nun y The Curse of La Llorona, más sus proyectos futuros). 

La popularidad de la “nueva ola del cine de terror” causó una notable grieta en el público, entre quienes los aman y quienes los odian: 1) el segundo grupo, en la mayoría de los casos, se trata de espectadores acostumbrados a las viejas-nuevas tradiciones de secuelas infinitas y efectistas o que verdaderamente no entendieron el sentido de lo relatado, ya sea por desconocimiento del lenguaje no sólo cinematográfico sino que narrativo (aún hay quienes piensan que en Hereditary “no pasa nada” o que “el malo” de The Witch es sólo una cabra, y las risas en momentos de tensión son el mayor indicio de una audiencia iletrada y desacostumbrada a usar el razonamiento, motivo por el cual una vez terminada la proyección deberán buscar la explicación del final en YouTube) o por mero desagrado al género, lo cual no tiene nada de malo siempre y cuando el criterio de objetividad esté presente para admitir las proezas y aciertos de las películas, de igual modo para fanáticos que pretenden defender aspectos malogrados o simplemente malos; 2) quienes las aman y se abrazan a la necesaria bocanada de aire fresco, siempre reconociendo el hecho fundamental de que no hay nada o casi nada de innovador en las cintas antes mencionadas, pero sí un refinamiento y renacimiento de ese modo de hacer cine establecido por directores como Hitchcock y su perfección o Tod Browning con sus sombrías narraciones, desde los inconfundibles giallos de Bava y Argento hasta el gran John Carpenter, Hideo Nakata y la desmedida influencia causada por sus películas o el body horror de David Cronenberg, los universos aterradores de Guillermo del Toro y Sam Raimi o el inigualable James Whale y aquellos monstruos que reflejaban lo más profundo de la condición humana. Esta noción es determinante para sumergirse en creaciones con un intrínseco e inigualable valor artístico que, a pesar del paso del tiempo, siguen poniendo a flor de piel los peores sentimientos que se pueden experimentar sin la necesidad de jump-scares para lograr algún que otro grito fugaz carente de conmoción. Otro gran problema que surge a partir de esta división de extremos son los críticos de cine que (al igual que premiaciones como los Oscars, por citar un ejemplo) lo consideran menor y carente de prestigio alguno, razón por la cual determinan indispensable tildar a cintas como Get Out como un “thriller social” o a Hereditary como “drama familiar” y no como lo que realmente son: películas de terror que se valen de los tropos del género para recitar un discurso implícito en vías secundarias, tácito al guion y subyacente en las sutilezas técnicas y, por sobre todo, tener un alcance comercial; nada alejado de lo que pretendían las películas de kaijūs (o monstruos gigantes) como Godzilla (Ishiro Honda, 1954; Gojira) y el miedo japonés a las consecuencias de la radiación tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki ocurridos en 1945, o lo que hizo George A. Romero en Night of the Living Dead (1968), cuyas lecturas —mensaje en contra del racismo y la sociedad norteamericana o crítica severa a los medios de comunicación— van más allá de lo plasmado en la gran pantalla y adquieren un condimento totalmente social y político a partir de los acontecimientos que sacudieron a Estados Unidos en la década del 60’ e instalaron una ferviente paranoia colectiva, como ser la Guerra de Vietnam, la Guerra Fría, el hippismo o la Crisis de los Misiles. 

Don’t Look Now y los cimientos del terror

Si en la historia del cine existió alguien que supo explotar hasta sus máximas consecuencias las convenciones clásicas de los diferentes géneros, ese fue, sin lugar a dudas, Nicolas Roeg (1928 – 2018). Desde películas de fantasía infantil como The Witches (1990), pasando por la aventura con Walkabout (1971) o la ciencia ficción con The Man Who Fell to Earth (1976; protagonizada por el legendario David Bowie) hasta el terror más visceral con Don’t Look Now (1973; traducida al español como Venecia Rojo Shocking), quizás su obra maestra. 

Ésta última, basada en un relato corto de Daphne du Maurier (1907 – 1989; sus escritos fueron inspiración para Hitchcock en películas como Rebecca o The Birds) y protagonizada por Julie Christie y Donald Sutherland, cuenta el viaje de trabajo de un matrimonio devastado tras a la prematura muerte de su hija, Christine (Sharon Williams), en el que deberán no sólo lidiar con el duelo y las heridas del pasado, sino también con unas misteriosas hermanas ancianas, una de las cuales asegura ser clarividente y haber visto al espíritu de la pequeña niña muerta, y (aunque en segundo plano) un asesino en serie que asola Venecia. Considerada a día de hoy como una película de culto y de las quinientas mejores de la historia por la revista Empire, es brillante en todos los aspectos técnicos: la banda de sonido compuesta por Giuseppe “Pino” Donaggio (su primer trabajo para cine), la cuidada fotografía de Anthony B. Richmond y Nicolas Roeg y el certero montaje de Graeme Clifford, aspectos que alcanzan la excelencia hacia las últimas secuencias del filme, clímax —con reminiscencias de los momentos más tensionantes del cine de Argento— en que convergen todos los puntos planteados a lo largo de la trama y se transmutan a un delirio que quedará grabado en la memoria del espectador incluso una vez finalizada la proyección. Un delirio, cabe destacar, con más significancias de lo que podría parecer a simple vista como una resolución efectista, deliberadamente shockeante, en la que la información narrada visualmente (máxima inspirada en el cine de Hitchcock) adquiere sentido, como las reiteradas apariciones del supuesto fantasma de Christine y los asesinatos —los cuerpos de las víctimas son arrojados a los canales: recordatorio del pasado—, la búsqueda constante de un algo, sin saber qué, de John Baxter y su negación, que necesita vencer para creer en las palabras de su esposa y superar la frustración de saber que pudo salvar a su hija, ahogada como se ahoga Venecia, y no lo logró, reivindicar la existencia de los dioses caídos que lo abandonaron aun cuando él trabaja para ellos en restaurar una catedral. A fin de cuentas, el horror y el peligro no se encontraban dentro de los personajes: la aflicción y desolación ante la pérdida que siempre intentan dejar atrás infructuosamente, sino que afuera, en aquella ciudad que poco a poco se hunde como John Baxter en su espiral de locura, de paranoia, que lo lleva a la muerte (¿autodestrucción?) en medio de la bruma álgida siempre presente en la ciudad, que exterioriza la depresión del personaje; Laura Baxter, por otro lado, decide conformarse con los relatos extracorpóreos y metafísicos como una manera de llenar el inconmensurable vacío de la pérdida, incluso inconscientemente al besar el anillo del sacerdote Barbarrigo (Massimo Serato; 1916 – 1989), y decide confiar en la advertencia del mal por venir y huír cuando es necesario, empero, volver por amor a su marido, de quien ya la separan distancias incomprensibles de asimilación ante lo sucedido. Son esas distancias las que ponen punto final a la historia, con John preso de la ira y la depresión corriendo en busca de algo que ya no existe, atrapado en un callejón sin salida, y Laura en el último estadío del duelo, la aceptación.

Las interpretaciones son demasiadas, pero las metafóricas son imprescindibles; casi tanto como el ejercicio mental de significación personal, hermenéutica audiovisual en lugar de vana explicación. Y así, una vez más, el terror sirve como vehículo para hablar de ese “algo más”. 

Comprendiendo la importancia de esa escuela es que las producciones de ese “nuevo terror” contemporáneo se abrazan con más consideración y estima, sobre todo hacia los arriesgados directores. De esta manera, se cimenta, obra tras obra, una tradición que para fortuna del (¡buen!) cine está renaciendo en artistas con una visión personal del mundo, de las cosas, y una voz que, entre tanto ruido vacío, entre tantos gritos silenciosos, tienen algo para decir. En exponentes que inspiran generaciones futuras capaces de comprender que es este género el que, en medio de revueltas históricas, mejor pudo expresar el temor social y los sentimientos de la población; desde la crítica al gobierno tiránico alemán mediante la óptica del hombre común subyugado a las necesidades del régimen y obligado a la obediencia ciega en Das Cabinet Des Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920; El gabinete del Dr. Caligari, también supuesta premonición del Tercer Reich) hasta la psicología del horror en la trilogía del apartamento de Roman Polanski (Repulsion, 1965; Rosemary’s Baby, 1968; Le Locataire, 1976), pasando por la profunda angustia entre tanta terrorífica belleza visual, cual oximorón, que busca Les yeux sans visage (Georges Franju, 1960; Los ojos sin rostros) y Jaws (Steven Spielberg, 1975) con la aversión a las profundidades abismales y lo que allí se esconde. 

El uso de los tropos del género para lograr un producto que cause más que simple miedo se remonta a la literatura de terror de autores como Mary Shelley (1797 – 1851) y su Frankenstein (1818), Edgar Allan Poe (1809 – 1849) y la mezcla de géneros para concretar sus mensajes, Guy de Maupassant (1850 – 1893) con sus retratos tan obscenos como tétricos de la sociedad francesa, H.P. Lovecraft (1890 – 1937) y los temibles universos internos y externos a través del prisma del horror cósmico y, más recientemente, Stephen King y la reversión de lo clásico hacia algo vanguardista que engendra tanto críticas políticas y sociales como exploraciones de abismos humanos lovecraftianos; ello fue la base para el crecimiento y desarrollo posterior del terror en diversos medios artísticos que, al igual que los elementos que causan pavor, transmutan y se perfeccionan constantemente debido al paso del tiempo y las circunstancias. El miedo, como la sociedad y todos sus componentes, es dinámico. 

Una interesante obra que, además de parodiar y tratar preocupaciones que aquejan (y aquejaron) a las sociedades con un giro espeluznante, sirve como suerte de historiografía del terror y cada uno de sus subgéneros , es la serie de televisión American Horror Story (en 1 emisión desde 2011 y con una última temporada en camino, creada por Ryan Murphy y Brad Falchuk). En un mundo donde sobran explicaciones, esta clase de productos ponen énfasis en las interpretaciones, pertinentes para poner punto final a la propagación de mentes adormiladas que necesitan consumir y consumir desmedidamente sin intentar una catarsis para comprender qué se esconde detrás de lo aparente, de lo simple. Así, Venecia Rojo Shocking se convierte en una ficha indispensable para comprender la grandeza del séptimo arte y el alcance de sus discursos. 

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1 Home-invasion, horror, gore, sci-fi, thriller, terror psicológico, found-footage, mockumentary, slasher, zombies y hasta brujas y manicomios

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