Desconcierto infinito o el arte como forma de transitar el mundo

Desde La Nota compartimos una publicación desarrollada recientemente por Alejandra Bolaños para GASTV, interpretando el último tramo de producción de la artista visual tucumana, Valentina Díaz, quien reside en México desde hace tres años.

 

Valentina Díaz nació en San Miguel de Tucumán. Finalizó la Licenciada en Artes Plásticas de la UNT en 2011, fue becaria de los talleres de producción y seguimiento de obra del Fondo Nacional de las Artes entre 2012 y 2014, obtuvo la Beca de Viaje de la Colección Oxenford en 2015, el premio de movilidad de la Prince Claus Fund en 2017, la Beca de Creación Fondo Nacional de las Artes de ese mismo año y la lista de su bio -o portafolio como dice ella- sigue fructíferamente por la zona mundana del sur austral latinoamericano.

Aquellas experiencias nutrieron una plataforma esencial para Díaz, posibilitando un evento disparador y de cambio estructural en su carrera y su ser y estar cotidiano; ganó una beca de estudios en 2016 para desarrollar el Programa educativo de dos años en SOMA, un espacio de mucho prestigio internacional radicado en Ciudad de México. 

Quienes describen internamente el proyecto de SOMA, dicen que es un espacio que estimula el diálogo y la colaboración entre artistas y agentes culturales de diferentes contextos, disciplinas y generaciones y que, a través de sus programas, analizan colectivamente las consecuencias estéticas, políticas y sociales de la producción de arte.

A un año de concluir su experiencia en SOMA, el ex Distrito Federal todavía convoca a Díaz para seguir interpelando desde el arte. Una serie de hipótesis y pruebas disponen una suerte de método experimental científico, que se cuela en medio de códigos cifrados y partituras, desentrañando secretos y creando otros, donde el tejido cumple una función matricial y de base casi obligatoria. Cada pieza es un ensayo, un lugar de pensamiento dentro de un proceso que parece infinito.

María Mines


 

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Por Alejandra Bolaños para GASTV | México, diciembre, 2018

Creo que ya te he contado esta historia otras veces, me dice Valentina Díaz (Argentina, 1985), pero te la vuelvo a contar: “La Maga, un personaje de Rayuela, está en París con un grupo de intelectuales, entre ellos Cortázar. Todos son hombres artistas que están ahí como bohemios buscando algo en París. Llegaron para desarrollarse en el arte que cada uno produce.

De La Maga no se sabe mucho, tiene un hijo, llegó en algún barco y es claro que su posición no es igual a la de sus acompañantes. Siente que no entiende nada de las conversaciones, ellos hablan de artistas, de eventos históricos y de un montón de cosas que la hacen sentir menos. En algún punto, ella deja de entender la conversación y al preguntar percibe que una nube violeta la rodea. De ahí en adelante, cada vez que pregunta, la nube la envuelve porque el violeta es el color de la ignorancia”.

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Valentina llegó a México en un avión el 09 de enero de 2016 considerando que este era el lugar más alejado de casa, en donde además se habla castellano. Su departamento funciona como estudio en el Edificio Ermita, ese inmueble emblemático de la Ciudad de México que parece barco.

A través de esculturas, performances y dibujos, Valentina ha creado un microuniverso con un código gráfico que rige lo que sucede en su interior: la forma en que la materia se acomoda en el espacio, los espacios mismos, los seres o personajes que lo habitan y su manera de relacionarse entre sí y con el resto de los objetos. A este código Valentina lo llama “partitura”, y funciona para dictar una coreografía guiada por un metrónomo que le indica a los personajes una acción específica que suele ser mecánica y cíclica.

Bajo este entramado, en octubre pasado presentó No somos el río en la sala de su casa. Quienes estuvimos presentes nos acomodamos en el espacio para verla disfrazada de larva negra que cargaba y colocaba huevos con la boca alrededor de una mesa al ritmo del metrónomo.

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En este último trabajo, Valentina-personaje tiene dibujado uno de sus códigos en la parte trasera de la vestimenta, como si fuera un ADN que le indica la forma de actuar. Al mismo tiempo, este código le es entregado a los asistentes antes de la sesión a manera de folletos impresos que permiten leer e interpretar la coreografía.

Desde el lado del público, la escena parece una imagen pictórica costumbrista salida de un futuro imaginado desde la modernidad: vemos una mesa ovalada con 6 bancos negros esperando ser ocupados por un comensal que se limita a moverse alrededor de la mesa en sentido contrario de las agujas del reloj, en lugar de comer, se sienta en cada banco y levanta con la boca huevos dispuestos sobre una capa de harina para luego colocarlos en el sitio siguiente.

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Cada elemento está perfectamente cronometrado y controlado: el acomodo geométrico, el código-lenguaje del microuniverso, el tejido impecable de la vestimenta, la iluminación cenital, la puesta en escena de su cuerpo. Incluso la organización del evento, en lugar de buscar un espacio institucional o ajeno, Valentina abrió su casa-estudio a 25 personas en un encuentro autogestionado, íntimo y cercano.

Sin embargo, hay algo que escapa de este orden: el desgaste del cuerpo a lo largo de la presentación. El rostro de Valentina se va manchando de harina y expresa un claro cansancio, le es casi imposible tomar los huevos y su ritmo se ralentiza en oposición al ritmo exacto del metrónomo. En este último momento, ninguna instrucción del código funciona, a través del desgaste físico miramos lo imposible que es seguir el sistema del personaje. Hacia el final de la acción ni lo controlado, planeado o impuesto importa, ni el tiempo ni la funcionalidad de los elementos.¹

II

Casi enterrada entre los anaqueles del estudio hay una bolsa que guarda una gran tela negra con agujeros, tejida en 2016 para la pieza Efecto Marea: La Urgencia del Vínculo. Montada, la tela semeja la superficie de una masa de agua que separa la cabeza del cuerpo de un grupo de personas. La pieza está dispuesta para que el público entre en ella e interactúe entre sí bajo las dinámicas que impone el material.

Este trabajo podría remitir a Divisor de la artista brasileña Lygia Pape, una gran tela blanca con agujeros para introducir la cabeza activada en espacios públicos por grupos de personas que no necesariamente se conocían entre sí. De esta manera, la pieza de Pape era un lienzo en movimiento a través del andar de una masa.

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Divisor, de Lygia Pape

Por su parte, las intenciones de Valentina estaban dirigidas hacia otro lado. Sin poder separar las conexiones entre arte y vida, sus proyectos están inspirados en sus vivencias de cada momento, vinculándose con los espacios o grupos sociales cercanos. Así, el arte le funciona para entender su relación con el mundo de una forma no racional ni lineal.

Originalmente, Efecto Marea estaba pensada para activarse por la comunidad de SOMA. A modo de experimento social, Valentina pidió en dos ocasiones que ingresaran a la instalación y permanecieran durante un periodo de tiempo. Posteriormente, repitió la dinámica en otros contextos, con otras comunidades establecidas.

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Para Valentina es difícil hablar de esta obra pese a que le trajo reconocimiento en un certamen en Tucumán y se volvió un atractivo foco para selfies. Tanto en México como en Argentina imaginó que la dinámica provocaría un estado especial entre los participantes. Eso no pasó, al ingresar en la pieza uno no sabía qué hacer o cómo actuar, la tela se quedaba inmóvil en la habitación, como un objeto escultórico que condicionaba al cuerpo a estar. Tal vez por eso ahora se encuentra descansando en su bolsa.

III

El desconcierto que le dejó no saber cómo accionar aquella pieza dio pie a que Valentina llevase a cabo dos trabajos más: uno en el que hizo una traducción arquitectónica del edificio de SOMA a un plano tejido y otro titulado Aspecto Guía, pieza en la que se preguntaba por el significado de las cosas a través de textos traducidos a pictogramas. Nuevamente, en ambas piezas generó mecanismos plásticos para entender su relación e interacción con el espacio habitado.

Aspecto Guía parte de su encuentro con el lenguaje oral y escrito en un nuevo territorio. Al llegar a México desde Argentina, el idioma en común se convirtió en un tema importante, pues aunque aquí también hablamos español resulta que el lenguaje no es el mismo.

“Lo que al final era mi único punto de conexión dejó de serlo porque los conceptos cambian de significado. Entre el lugar del que vengo y este el idioma era el punto común y nada, que el idioma es el mismo pero no. ¿Cómo habitar este lugar?, ¿cómo habitar un lenguaje diferente?”.

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Mientras realizaba experimentos sociales con su comunidad sobre los límites del lenguaje llegó el terremoto de septiembre de 2017 en la Ciudad de México. “Todo perdió sentido en ese momento. No importaba lo que sabías de las cosas, ni quién eras, ni cuál era tu condición socioeconómica. Cuando la tierra se quiebra y se hace un agujero gigante nada importa”, me comenta.

Y para Valentina ese fue el quiebre que cambió su perspectiva, pues la condición de aquel entonces no tenía ninguna traducción en palabras. De ahí vino una necesidad por crear otro lenguaje para habitar un microuniverso que se presentó por primera vez con la pieza La habitación de la lengua o la lengua de la habitación en enero de 2018.²

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Como el comensal que se sienta frente a los huevos en una mesa para seis, los personajes de esta obra siguen una coreografía mecánica y cíclica al ritmo de un metrónomo. En este caso, forman parte de un organismo, en el que cada uno es vestido por una funda, en conjunto, componen un agujero negro por delante y una secuencia de iconos por detrás. Las caras del tejido permiten la construcción de un lenguaje codificado a partir de las diferentes combinaciones entre frente, espalda y perfil.

También como el comensal, los personajes demuestran no poder seguir al pie de la letra las instrucciones y quiebran el mensaje del lenguaje codificado. No son bailarines o performers profesionales y en cada presentación alguno se equivoca invariablemente. Nuevamente, el orden de las cosas que se propone como parte de un sistema inamovible resulta perder su significado y funcionalidad.

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La obra de Valentina navega entre contraposiciones en una búsqueda de conocimiento y nuevas configuraciones de su relación con el mundo, casi terapéuticas. Siempre atravesada por el tejido y su máquina de tejer, heredada de su abuela.

Para la artista, el textil es un contenedor de secretos y lenguajes compartidos de generación en generación. Es siempre a través del acto de tejer que nacen sus reflexiones en torno al arte, el espacio en relación al cuerpo y los vínculos sociales, acto que después se transforma en puestas en escena, esculturas o dibujos.

En la mesa central de su estudio, Valentina se sienta frente a su máquina de tejer porque así es como entiende las cosas. Esa, su herramienta, es la que le permite escapar cada tanto del acoso de la nube violeta.

Fotos de estudio: Lorena G. Cuaxilo

Imágenes de obra: Cortesía de la artista.

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¹ No somos el río, registro de la acción completa aquí.

² La habitación de la lengua o la lengua de la habitación, registro de la acción completa aquí.

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